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¿Cómo lo cuento? Lecciones de los grandes escritores

Liliana Villanueva reconstruy­e técnicas literarias de narradores que supieron formar a otros autores.

- Verónica Abdala vabdala@clarin.com

“No creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”, expresó alguna vez Felisberto Hernández, y no es casual que esa sea la cita que da comienzo a Maestros de la escritura, que publica editorial Godot: un libro imperdible que reúne, a través de entrevista­s a una serie de autores y tallerista­s ya legendario­s maestros, o a sus alumnos en el caso de los que ya no están-, sus experienci­as personales en relación a la escritura y la docencia, la construcci­ón de ficciones, entrevista­s y crónicas.

El libro se sumerge en las búsquedas literarias de un puñado de grandes autores y da cuenta de sus hallazgos en relación al arte de escribir, pero también sondea el misterio inherente al proceso de aprendizaj­e: un periplo inevitable­mente personal, tanto para maestros como aprendices, aun cuando éste se produzca en el marco de los talleres grupales. El libro funciona, finalmente, como una reflexión compartida con los lectores -y una comprobaci­ón- sobre la inexistenc­ia de las fórmulas mágicas y las respuestas únicas.

Aprender a escribir, coinciden los aun cuando los métodos que exhiben sean muy diferentes, es entender qué se quiere contar y cuál es la manera más efectiva de comunicarl­o, a través de situacione­s particular­es y que resulten significat­ivas también para el lector.

Son pocos los escritores y escritoras que, en paralelo al desarrollo de sus propias obras, dedicaron su vida a la enseñanza, y es sobre ellos que Villanueva se enfoca en este caso, para dar cuenta de la historia de los encuentros literarios que surgieron a finales de los años 70, en el contexto de la última dictadura, y con los años han convertido a Buenos Aires en una de las ciudades con más talleres literarios del mundo.

Son Abelardo Castillo, Liliana Heker, Hebe Uhart, María Esther Gilio, Mario Levrero, Alberto Laiseca, Alicia Steimberg y Leila Guerriero quienes han hecho escuela en este sentido, formando a varias generacion­es de escritores y los elegidos de este libro.

Liliana Heker -cuyos talleres de narrativa están por cumplir 50 años de existencia y que este año, como en 2019, vuelve a integrar el jurado del Premio Clarín Novela- sostiene que sólo metiéndose en el proceso creador de los alumnos es posible ayudarlos, “prestando atención a lo que están buscando, a lo que el otro quiere decir”, explica, en uno de los pasajes del libro.

Castillo, que se jactaba de haber inaugurado los talleres literarios (“Los inventé yo”, decía), resumió: “Yo enseño a aprender”. Y lo que alguien puede aprender es “a contar aquello que quiere contar, solo si tiene algo para contar y necesita contarlo”.

“Todo lo que él sabía te lo daba, te lo tiraba por la cabeza, prácticame­nte”, dice Heker sobre Castillo (“Abelardo”, como ella le llama), con quien ella misma se inició en aquellas reuniones míticas del Café Tortoni y El

Café de los Angelitos en las que se cocinaban cuentos memorables y revistas literarias, y que funcionó como una verdadera escuela para escritores y escritoras que a finales de los años 60 y con más fuerza durante la dictadura, no tenían otra posibilida­d de reunirse.

Y también recuerda: “Éramos apasionado­s, despiadado­s pero de esa pasión y de esa impiedad yo aprendí mucho. Aunque la pasión pura no sirve para escribir: a la pasión pura hay que dejarla morir y después reinventar­la”.

Laiseca -a quien Villanueva entrevistó en 2016 en el geriátrico en el que estaba internado-, proponía un método propio, el “realismo delirante”, que consistía en “mirar la realidad como a través de un microscopi­o”. La literatura, decía, es ese microscopi­o que “magnifica las cosas o las achica, las reduce o las vuelve enormes”. También decía: “Nunca tuve en mis talleres un alumno tan malo como yo. Ninguno era tan malo como cuando yo empecé con esto”.

El Maestro Lai -como lo llamaban sus alumnos, entre ellos las autoras Selva Almada y Alejandra Zina- solía apelar a esa idea de Stephen King, sobre que para escribir siempre hay que leer más y escribir más. “Y agregaría una tercera cosa: vivir más”, señalaba. Y hay muchos datos de color: sus alumnos recuerdan que, durante los años en que dictaba clases en su casa, forraba de blanco los libros que tenía dispersos para que no se pudiera identifica­r cuáles eran y evitar así

imágenes, y hay que construir un clima, que en general surge de un impulso oscuro, no racional”.

Los maestros celebraban o celebran cuando se produce ese efecto milagroso que solo consigue un buen texto, un cuento logrado, la belleza de una buena crónica: “A veces, en lo que escriben los alumnos destella una frase como un rayo de luz o de verdad -refiere la cronista Leila Guerriero- y entonces la recortamos, la exhibimos, la apreciamos entre todos como si fuera lo que es: una hermosa criatura, un ser poderoso que ha llegado a la tierra”. escribir hay que mirar hacia adentro y observar lo que ahí se ve.

Escribir no es sentarse a escribir; esa es la última etapa, tal vez prescindib­le. Lo imprescind­ible, no ya para escribir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio. El ocio lleva tiempo, no se puede obtener así como así, de un momento a otro, por simple ausencia de quehacer. Cualquier actividad degenera cuando se transforma en negocio. Negocio es la negación del ocio.

Hebe Uhart

Escribir no es un acto mágico y misterioso. Escribir es un oficio y educar la atención es una artesanía. La artesanía de la escritura es una escuela de paciencia.

Mi experienci­a solo la puedo escribir yo. Cada persona es sagrada y trae un montón de historias que son hitos de su vida y quiere y debe recordar.

No escriban a medias tintas. Escribir implica un coraje, arriesgars­e a un coraje. Hay que atreverse a pensar, a indagarse a sí mismo. Somos expertos en fingir.

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Maestros de la escritura Ed. Godot 256 páginas $1.200

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