¿Cómo lo cuento? Lecciones de los grandes escritores
Liliana Villanueva reconstruye técnicas literarias de narradores que supieron formar a otros autores.
“No creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro”, expresó alguna vez Felisberto Hernández, y no es casual que esa sea la cita que da comienzo a Maestros de la escritura, que publica editorial Godot: un libro imperdible que reúne, a través de entrevistas a una serie de autores y talleristas ya legendarios maestros, o a sus alumnos en el caso de los que ya no están-, sus experiencias personales en relación a la escritura y la docencia, la construcción de ficciones, entrevistas y crónicas.
El libro se sumerge en las búsquedas literarias de un puñado de grandes autores y da cuenta de sus hallazgos en relación al arte de escribir, pero también sondea el misterio inherente al proceso de aprendizaje: un periplo inevitablemente personal, tanto para maestros como aprendices, aun cuando éste se produzca en el marco de los talleres grupales. El libro funciona, finalmente, como una reflexión compartida con los lectores -y una comprobación- sobre la inexistencia de las fórmulas mágicas y las respuestas únicas.
Aprender a escribir, coinciden los aun cuando los métodos que exhiben sean muy diferentes, es entender qué se quiere contar y cuál es la manera más efectiva de comunicarlo, a través de situaciones particulares y que resulten significativas también para el lector.
Son pocos los escritores y escritoras que, en paralelo al desarrollo de sus propias obras, dedicaron su vida a la enseñanza, y es sobre ellos que Villanueva se enfoca en este caso, para dar cuenta de la historia de los encuentros literarios que surgieron a finales de los años 70, en el contexto de la última dictadura, y con los años han convertido a Buenos Aires en una de las ciudades con más talleres literarios del mundo.
Son Abelardo Castillo, Liliana Heker, Hebe Uhart, María Esther Gilio, Mario Levrero, Alberto Laiseca, Alicia Steimberg y Leila Guerriero quienes han hecho escuela en este sentido, formando a varias generaciones de escritores y los elegidos de este libro.
Liliana Heker -cuyos talleres de narrativa están por cumplir 50 años de existencia y que este año, como en 2019, vuelve a integrar el jurado del Premio Clarín Novela- sostiene que sólo metiéndose en el proceso creador de los alumnos es posible ayudarlos, “prestando atención a lo que están buscando, a lo que el otro quiere decir”, explica, en uno de los pasajes del libro.
Castillo, que se jactaba de haber inaugurado los talleres literarios (“Los inventé yo”, decía), resumió: “Yo enseño a aprender”. Y lo que alguien puede aprender es “a contar aquello que quiere contar, solo si tiene algo para contar y necesita contarlo”.
“Todo lo que él sabía te lo daba, te lo tiraba por la cabeza, prácticamente”, dice Heker sobre Castillo (“Abelardo”, como ella le llama), con quien ella misma se inició en aquellas reuniones míticas del Café Tortoni y El
Café de los Angelitos en las que se cocinaban cuentos memorables y revistas literarias, y que funcionó como una verdadera escuela para escritores y escritoras que a finales de los años 60 y con más fuerza durante la dictadura, no tenían otra posibilidad de reunirse.
Y también recuerda: “Éramos apasionados, despiadados pero de esa pasión y de esa impiedad yo aprendí mucho. Aunque la pasión pura no sirve para escribir: a la pasión pura hay que dejarla morir y después reinventarla”.
Laiseca -a quien Villanueva entrevistó en 2016 en el geriátrico en el que estaba internado-, proponía un método propio, el “realismo delirante”, que consistía en “mirar la realidad como a través de un microscopio”. La literatura, decía, es ese microscopio que “magnifica las cosas o las achica, las reduce o las vuelve enormes”. También decía: “Nunca tuve en mis talleres un alumno tan malo como yo. Ninguno era tan malo como cuando yo empecé con esto”.
El Maestro Lai -como lo llamaban sus alumnos, entre ellos las autoras Selva Almada y Alejandra Zina- solía apelar a esa idea de Stephen King, sobre que para escribir siempre hay que leer más y escribir más. “Y agregaría una tercera cosa: vivir más”, señalaba. Y hay muchos datos de color: sus alumnos recuerdan que, durante los años en que dictaba clases en su casa, forraba de blanco los libros que tenía dispersos para que no se pudiera identificar cuáles eran y evitar así
imágenes, y hay que construir un clima, que en general surge de un impulso oscuro, no racional”.
Los maestros celebraban o celebran cuando se produce ese efecto milagroso que solo consigue un buen texto, un cuento logrado, la belleza de una buena crónica: “A veces, en lo que escriben los alumnos destella una frase como un rayo de luz o de verdad -refiere la cronista Leila Guerriero- y entonces la recortamos, la exhibimos, la apreciamos entre todos como si fuera lo que es: una hermosa criatura, un ser poderoso que ha llegado a la tierra”. escribir hay que mirar hacia adentro y observar lo que ahí se ve.
Escribir no es sentarse a escribir; esa es la última etapa, tal vez prescindible. Lo imprescindible, no ya para escribir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio. El ocio lleva tiempo, no se puede obtener así como así, de un momento a otro, por simple ausencia de quehacer. Cualquier actividad degenera cuando se transforma en negocio. Negocio es la negación del ocio.
Hebe Uhart
Escribir no es un acto mágico y misterioso. Escribir es un oficio y educar la atención es una artesanía. La artesanía de la escritura es una escuela de paciencia.
Mi experiencia solo la puedo escribir yo. Cada persona es sagrada y trae un montón de historias que son hitos de su vida y quiere y debe recordar.
No escriban a medias tintas. Escribir implica un coraje, arriesgarse a un coraje. Hay que atreverse a pensar, a indagarse a sí mismo. Somos expertos en fingir.