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El escritor que odia “el relato” y dice que el lector es su “enemigo”

- Hernán Firpo hfirpo@clarin.com

“El lector es un tirano que te fiscaliza con esos lugares comunes como eficiencia narrativa, saber contar, trama o argumento”.

Cree que la trama no es otra cosa que una puesta a punto del cliché. Y que el lector “es un tirano” que siempre fiscaliza con lugares comunes. Hugo Savino escribe de una manera atípica, extraordin­aria, única.

Quizá por eso no aparezca jamás en los suplemento­s de cultura.

Es autor de algunos libros indispensa­bles como Viento del Noroeste, Furgón de cola, Salto de mata o La mañana sol de limón. Su biografía es tan sobria que apenas si menciona una procedenci­a: “Barracas”.

El arrebato se lee autobiográ­fico: “Cuando escribo no estoy en el tema, no me interesa el tema”. O “leo una novela y reviento de angustia”. Suplica “no ceder ante los que piden narración. No escuchar a nadie en materia de literatura”.

V ivía frente a un cementerio. Algunas tardes visitaba tumbas, leía cada lápida y llevaba florcitas a difuntos ajenos. Entre los muertos Susana Romero encontraba paz. El infierno estaba del otro lado.

“’Hija, te vas a quedar en la casa de tus tíos hasta que yo vuelva’”, decía mamá. Era una sensación extraña. Mi estómago se retorcía y mi cuerpito se ponía tenso al sentir que ese hombre mayor, mi tío, me tomaba por la cintura y me levantaba con sus brazos inmundos. Él deslizaba sobre su cuerpo todo mi cuerpo, una y otra vez. Pasó muchas veces. Yo no entendía, tenía seis años, no podía reaccionar. Quería desaparece­r, morirme”.

Susana Romero tiene 62 años y todavía tiembla cuando cuenta aquellos abusos que ocurrieron hace 56. En el imaginario quedó instalada como la morocha arrollador­a del sketch de Rogelio Roldán en No toca botón. O como la chica magnética de los cigarrillo­s Jockey que seducía con música de Raúl Porchetto. Pocos sabían que la musa de los ‘80 era la fragilidad caminando, una llaga disfrazada.

Para la época del “destape”, “La Negra” estornudab­a y el resfrío era tapa. Sonreía y a sus pies se rendía un país, pero ningún reinado podía sanar eso que seguía lastimando. Había logrado destruir un canon hegemónico cuando “a las mujeres de la televisión les llenaban la cabeza de agua oxigenada”. Su orgullo era “representa­r lo autóctono”, “la india que rompió con un modelo”. La procesión continuaba por dentro.

Aún recuerda cómo su madre, Diva, intentaba “aclarar” su piel, lavarla “bajo la ducha con cepillo de cerda como si de esa manera algo se aclarara”. La mujer decía que “ninguno de la familia tenía esa tez, que no entendía a quién había salido”. Para 1973, Susana fue Miss Argentina coronada en el Sheraton ante cientos de aspirantes rubias. De aquella noche que se abrió “el portón del mundo” rescata un premio que nadie registró: su madre le dio por primera vez un beso y un abrazo.

“En mi vida siempre estuvo latente la carencia del amor. Mis padres llegaron desde Córdoba y se instalaron en la parte pobre de San Isidro. Papá era capataz de una fábrica textil en Béccar. Demostraba­n el amor como podían, papá, Nicolás, juntaba los retazos que sobraban de las telas para que mamá me cosiera vestiditos. No había abrazos, ése era un gran acto de amor sin palabras, aunque yo saliera vestida como un payaso de colores”.

A los 14 años Susana tuvo que dejar el colegio. Le prometió a sus padres “sacarlos adelante”. Se empleó en una boutique. Le juraron que sería vendedora, pero terminó llorando, limpiando la vidriera. Faltaban unos meses para ser Miss Argentina, abandonar el lampazo e intentar suerte como Miss Universo.

“En medio del caos de la vuelta de Perón, me tocó viajar a Nueva York con mi valijita de ropa de la casa Etam y los vestidos de Héctor Vidal Rivas -se emociona-. El destino final era Grecia. Yo, que veía en las fotos de los libros del colegio la Acrópolis de Atenas, viví el sueño de ensayar diez noches allí, con 50 grados”.

Con un sexto puesto en el certamen de Miss Universo, llegaron las ofertas laborales en Francia y Nueva York. Pudo mudar a su familia un departamen­to “con teléfono fijo” en La Lucila. El horizonte era enorme, su encanto era el pasaporte, pero en el fondo Susana no sentía seguridad. “Nunca me hice cargo de mi belleza. Nunca me di cuenta de nada. No quiero ponerme en víctima, pero pude haber estado más arriba: mi autoestima baja no me dejó. Tengo el síndrome del poco quererse. O en realidad me quiero, pero no creo en mí”.

-¿Viviste el abuso desde la soledad? ¿Tus padres no se daban cuenta?

-Hoy recapitulo y digo: ¡No puede ser que no se hayan dado cuenta! Yo me voy a morir y siempre habrá cosas inconclusa­s. Por eso digo que la televisión, el teatro, eran una fiesta para mí. Disfruté mucho trabajando. La tele me dio lo que no tuve, cariños, amigos. Y después, ya madre, el teatro era mi descanso de tantas horas de locura de la maternidad.

-¿No sentías que en ese momento televisivo te ponías en un lugar de "objeto"?

-Si una como artista decide mostrar su cuerpo, ¿por qué no va a estar bien?

-Tal vez no se cuestione el desnudo y sí el lugar desde el que ese desnudo se hace...

-¿Y en qué siglo la mujer no fue objeto? Yo hice la publicidad de Virginia Slims, mujer fumando, un símbolo de la liberación (“Has recorrido un largo camino, muchacha”). Siempre voy a defender a la mujer.

-El medio descartó a muchas chicas de los '80... No quedó claro si el medio te dejó o vos decidiste dejarlo.

-El medio siempre te descarta. A mí no pudo tan fácil porque marqué una época. Un poco me alejé yo y un poco me alejaron los productore­s. Yo no quería sufrir disputas ni tener que tocar puertas a cierta edad. Pasás los 40 y el medio te olvida. Y es lógico. Hay gente que no se puede despegar de la tele y enloquece si no la llaman. Yo no sufrí porque yo no elegí estar en el medio, fue el destino.

-¿Qué lugar creés que le das al pasado?

-A veces me aferro en el sentido de pensar: ¿Por qué no habré aceptado esto o lo otro? Pero por otro lado solté ese pasado laboral, porque a mí lo mejor que me pasó fueron mis hijas. Lo otro lo guardo como un lindo recuerdo. Y aquí estoy, entendiend­o que para mí ya pasó todo lo mejor, mis hijas hicieron su vida, tienen 28 años. Mi dolor a veces reaparece, es porque con los años tengo mayor sensibilid­ad.

-¿La psicología no te ayudó?

-Nunca me llevé bien con los psicólogos, tuve tres experienci­as y sentí que no me ayudaron. Hay cosas que no tienen explicació­n todavía para mí. A medida que fui creciendo me fueron pasando cosas a nivel extrasenso­rial. Me refugié en la fe. Sé que hay chicos que sufrieron más, pero cuando uno sufre mucho de chico, las angustias quedan como marca. No odio al sexo opuesto. Al contrario, de joven buscaba al príncipe azul, que me rescatara, y era al revés. Me pedían a mí que los rescatara. Siempre me hice cargo de todo. Desde que me puse lo pantalones para sacar adelante a mis padres hasta hacer un esfuerzo tremendo por formar una familia. El padre de mis hijas no supo ser papá, aprendió cuando las nenas eran grandes. Los primeros cinco años me dediqué a ellas sin parar. Voy a confesar que nunca tuve una relación buena con un hombre.

Susana atravesó dos cirugías cardíacas. “Tengo cinco stents en las coronarias y cinco en las arterias de las piernas”. El dolor viejo, cree, no fue gratuito. “Un abuso puede destruirte para siempre. En esa familia hasta mi primo hizo cosas imperdonab­les. ¿Quién me iba a creer si yo misma no sabía lo que pasaba? El desconcier­to del principio se convirtió en odio y repulsión”.

En el libro que publicó en 2008, El amor después de la pena, habla de “esas noches de fama, cigarrillo, alcohol, gente vacía”, de “mujeres y hombres famosos que caían en picada”. Tiempos de reuniones en Fechoría, de sentirse distinta. Y de la muerte de Alberto Olmedo, que “estaba enamorado” de ella, “pero no fue correspond­ido”.

Militante por los derechos de los animales, vegana, madre de Nicole y Calanit (de su matrimonio con Abel Jacubovich), habló públicamen­te hace unos años de sus “conexiones con otro nivel de conciencia, con la Virgen María, con Jesús” y sintió que ante esas confesione­s “destrozaro­n” su imagen pública, la que empezó a construir en 1971 en Alta tensión, su primer trabajo, ciclo conducido por Fernando Bravo en el que ella bailaba.

Extraña a su amiga Beatriz Salomón y pasa ahora sus días editando audiolibro­s, un trabajo que “mantiene la mente distraída de la soledad. Ya no tengo ilusiones. Siento que ya fue. Lo único que me importa en este momento es la felicidad de mis hijas, mi único motor. Mi vida ya está hecha. No tengo un objetivo en la vida más que ser mejor persona cada segundo". w

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