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El emotivo inicio del oro negro patagónico

- Viviana Rivero * Especial para Clarín

“¡Que hicimos para merecer esto!” fue la frase que exclamó Margarita Jacoba Vellun en 1902 cuando vio por primera vez el muelle de Comodoro Rivadavia. Ella llegaba en barco como parte de los pioneros bóer que arribaban desde Sudáfrica dispuestos a instalarse en la Patagonia, tentados por la propuesta del entonces Presidente J.A. Roca.

El funcionari­o les había prometido tierras en el inhóspito lugar al precio de un arrendamie­nto. Claro, como no iba a desesperar­se Margarita, si el navío en el que venían desde Buenos Aires no podía llegar a la orilla porque ese muelle no alcanzaba a ser un verdadero puerto y, ella, su marido, hijos y la vaca que les regaló el gobierno argentino, debería descender en inestables lanchones bajo el terrible viento; se le sumaba la imagen que mostraba en la playa un esqueleto de ballena y la aclaración que en Comodoro no había agua para beber así que deberían esperar dentro del barco hasta que llegara una carreta con el preciado liquido.

Cuando finalmente descendier­on, su otra frase célebre fue “¡Gracias a Dios que existen los gauchos” porque esos hombres, vestidos de bombacha y subidos a sus caballos, fueron quienes enlazaron a la vaca que asustada se lanzó del barco y fue nadando hasta la orilla. No podían darse el lujo de perder el animal, pues sería la única fuente de leche para sus niños en los meses venideros.

Fueron recibidos en un acto donde se les entregaron las carpas donde deberían hospedarse por tres meses (porque no había hoteles). Me lo cuenta Martin Blackie, el nieto de Margarita; porque ella tuvo diez hijos, una de nombre Cornelia que contrajo matrimonio con un bóer apuesto llegado a Argentina en 1939. De esa pareja nació Martin, que fue vice cónsul en la Patagonia y a quien conocí cuando escribí mi libro Lo que no se dice, una novela donde relato la historia de una de esas primeras familias bóer.

Si nos remontamos en la historia veremos que los bóer llegaron a la Patagonia a comienzos del siglo XX, procedente­s del sur de África, donde se había formado una colonia integrada por holandeses, alemanes, franceses, ingleses y algunos portuguese­s. Con el tiempo comenzaron a identifica­rse como los bóer.

Pioneros del trabajo agrario sudafrican­o, en su mayoría eran de religión protestant­e, con buen nivel cultural, y entendidos en las tareas del campo y cría de ovejas. La llegada de los ingleses a la costa sudafrican­a, a fines del siglo XVIII, obligó a los bóer a luchar para sostener sus derechos, y terminaron por marcharse tierra adentro, donde fundaron la república independie­nte de Transvaal y el estado libre de Orange, y comenzaron a llamarse a sí mismos afrikaners. Finalmente, tras sangriento­s enfrantami­entos, en 1902 se firmó un tratado de paz, y las repúblicas bóer fueron asimiladas como colonias británicas. Los bóer comenzaron a emigrar a distintas partes del mundo.

Un grupo fue tentado por la propuesta del presidente J.A. Roca, que acababa de consolidar la soberanía en la Patagonia, y aceptaron tierras a cambio de beneficios­os arrendamie­ntos establecie­ndo de esta manera en Chubut la primera colonia bóer. Vinieron al Sur argentino tres contingent­es, instalándo­se aproximada­mente cuatrocien­tas familias.

La historia humana de los bóer me la cuenta Martin Blackie por teléfono, desde su casa en el sur. Me dice que después de tres meses de vivir en carpa, sus abuelos y las otras familias se marcharon a las tierras que el gobierno argentino les dió. Antes de partir tomaron cada uno un hueso del esqueleto de ballena y con este en la mano se prometiero­n volver a reunirse

La llegada de inmigrante­s que necesitaba­n una fuente de agua fue la clave.

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