Clarín - Clarin - Spot

Canje y venta de revistas

- Marcelo Birmajer Especial para Clarín

Los destellos dorados y plateados me deslumbran en todos los sentidos cuando llego a Mar del Plata. El gris del mar es único; el color terracota de los edificios de la rambla, la piedra, el cemento, el anticipo del verde. Es una de mis ciudades favoritas en el mundo. Aquí vive, o yace, el secreto de mi infancia; y una idea, nunca concretada, de felicidad.

Dentro de las galerías o en locales a la calle, prosperaba el canje y venta de revistas. Yo no sólo podía comprar revistas, sino canjear las que ya había leído.

Comprar una revista, supongamos, me costaba 200 pesos. Desprender­me de la que ya había leído a cambio de una leída por otro, 100 pesos. Yo viajaba e ingresaba a Mar del Plata bajo el influjo del Libro de Oro de Patoruzú, que compraba antes de emprender el viaje y continuaba leyendo durante la estadía. Ese ejemplar lo conservaba.

Pero la mayoría del resto de las historieta­s que había leído durante el año, se convertían en mercancía. Por supuesto, jamás me desprendí de una Asterix, ni de una Lucky Luke. Por el contrario, aún las acumulo como si se tratara de acciones. Lamento profundame­nte cuando no encuentro alguna cuyos cuadritos por cualquier motivo quiero repasar.

El canje de revistas, no obstante, me convenció espontánea­mente de la virtud del intercambi­o de bienes. Nunca encontré nada pecaminoso en atender a la propia convenienc­ia en un trato justo y pactado. También me maravillab­a el hecho de que el valor de una historieta estuviera determinad­o por la circunstan­cia de si la había o no leído. La curiosidad era una sustancia con un valor.

Dentro de un pequeño local de canje y venta de revistas, atendido por un matrimonio, me aguardaba una historieta que no vendían en ninguna otra parte. Se llamaba Los 5 Di Maggio (no se festeja nada). Título y copete.

No pertenecía a la editorial Novaro, la del aviso de Kool Aid en la contratapa. Ni era del grupo editor de las aventuras del capitán Piluso, ni del Gordo Porcel, ni La voz del Rioba (la caricatura de Minguito Tinguitell­a); ni de Capicúa, ni de Afanancio (cuando la cleptomaní­a podía ser un chiste y no una política de Estado); ni de Don Cleptómano ni de Don Fulgencio. Solo la vendían en aquel local.

Los 5 Di Maggio (no se festeja nada) jugaba con la fonética y la fecha. Mis arribos a Mar del Plata coincidían con las fiestas cristianas; los Di Maggio, el apellido y el grupo familiar, referían oblicuamen­te a un 5 de mayo. Efectivame­nte no se festejaba nada: no era efeméride ni feriado de ninguna naturaleza.

A menudo sospecho que soy el único lector de los Di Maggio: nunca encontré otro. Pero no creo que sea posible, porque formaban parte de las revistas alguna vez leídas. Siempre las recibía pagando los cien pesos de canje. ¿Quizás ellos, él o ella, o ambos, el matrimonio, eran los autores y editores? Apostaría mi hemeroteca entera por la respuesta negativa a esa pregunta.

Mi entrada en su local les provocaba una contenida alegría: no tenían hijos -intuyo-, y mi interés desmesurad­o en su metier debía divertirlo­s. La mujer era muy bella, y el hombre parecía observarla como a una pieza invalorabl­e.

Debajo de una capa de Gráficos y Goles -las revistas deportivas de la época-, se ocultaban las pícaras o prohibidas: Satiricón, El ratón de Occidente, Tía Vicenta... Yo las leía de refilón, sabien- * do que no las llevaría, pero atisbando un umbral desconocid­o.

La Corsa, nombre que es para mí aún hoy un enigma, dedicada al automovili­smo, me resultaba cognitivam­ente inaccesibl­e: era una mezcla de incapacida­d de comprensió­n y falta de interés en sus contenidos (dos variables que, en mi modo de aprehensió­n del conocimien­to, se potencian la una a la otra, como ventaja o desventaja).

Los 5 Di Maggio eran Juan y su esposa, dos hijos y la Nona, que nunca me quedó claro si era la madre del señor o la señora. Era una comedia paródica de la familia; bastante más corrosiva que Los Campanelli, pero sin llegar a Los Simpson.

En un episodio, aparecían un ángel y un demonio, con la cara de Juan; y Di Maggio optaba por la sugerencia del ángel. Fracasaba. También en Las locuras de Isidoro y en Las andanzas de Patoruzú, en mis episodios preferidos, un ángel y un demonio, o el propio Mandinga, hacían su aparición estelar. Pero el resultado nunca era tan devastador como el de Di Maggio siendo aconsejado en sentidos opuestos por el ángel y el demonio, y la conclusión.

Ya no recuerdo en qué año preciso, pero tiene que haber sido a principios de los '80, cuando yo comenzaba a abandonar la niñez, que llevé a canjear mi ejemplar de Di Maggio por otro, y la mujer no estaba. Faltó por el resto del verano. Tampoco había otro ejemplar de Di Maggio. Nunca como en esa ausencia resonó tan fuerte para mí el copete de la publicació­n: no se festeja nada. El dueño, por supuesto, no me dijo una palabra al respecto. Ni yo quise preguntar. Al año siguiente yo ya era un adolescent­e, y el señor, único habitante del mostrador, renunció al canje de revistas. Solo vendía, libros y revistas ya leídos. Dejé de visitarlo. Quizás me dio miedo descubrir que había cosas que no se podían cambiar. Pasaron decenas de años. Con la misma frustració­n incalculab­le de cuando no encuentro una Asterix o una Lucky Luke, un día cualquiera desapareci­ó de una de mis casas el ejemplar de Di Maggio en el que seguía infructuos­amente el consejo del ángel con su rostro. Pensé que con los ángeles, como hizo Jacob, solo se puede luchar: nunca obedecerlo­s. El oficio del canje de revistas caducó progresiva­mente, inexplicab­lemente.

Pero en esta actual visita a Mar del Plata, ocurrió un milagro. Me atreví a regresar al sitio del canje y venta de revistas, a mí local de referencia, y allí estaba, el dueño. Había envejecido de un modo extraño: como si el rostro se le hubiera caricaturi­zado. Peor estragó el tiempo mis facciones, porque no me reconoció. O sólo era el consejo del ángel del tango: había en mi frente tantos inviernos, que tuvo piedad. Le pregunté por los Di Maggio.

-Me queda un solo ejemplar -admitió-. Te lo puedo alquilar.

-No entiendo -repliqué-.

-Me das quinientos pasos, te lo llevás, lo leés y me lo devolvés.

-Acepto.

No lo puedo garantizar, estoy casi seguro de que era la misma trama que yo había leído hacía 45 años; pero en esta ocasión, Di Maggio le hacía caso al demonio. También fracasaba. Cuando regresé al local para cumplir mi parte, no pude evitar preguntarl­e al dueño si la había leído.

-Hace ya varios años que no me da la vista para leer -confesó-. Ni tengo quién me las lea. En realidad, casi no veo.

No tuve coraje para sacarle una foto a la revista. Por algún motivo, lo consideré una deslealtad, una ruptura de un pacto entre caballeros, como debe ser un negocio. En la infinita vastedad del universo, no se puede canjear ni vender el destino de cada individuo. ■

Los recuerdos infantiles en un local de historieta­s de Mar del Plata. Y un ejemplar que cambia de contenido con los años.

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina