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El caso de la carpa 47

(segunda parte)

- Especial para Clarín

(Resumen del episodio anterior: Pacheco, el guionista de Los 5 Di Maggio, con la ayuda de Borgovo, el detective vocacional, descubre que un sosías ocupa su lugar y lo enemista con los habitualme­nte amables habitués del pasillo de la carpa 47 de la Bristol. Convocan al profesor Plones, el experto en tiempo, para resolver los tres juntos este galimatías).

Pacheco y Borgovo recibieron al profesor Plones en la terminal de micros de Mar del Plata. Esos tres viejos lobos de mar encajaban naturalmen­te en la ciudad. Sin embargo, la denominaci­ón La feliz no los representa­ba. Ni en aquella reunión ni en cualquier otra circunstan­cia de sus vidas.

Plones había dedicado las cinco horas de viaje a descifrar, por la ventanilla, el paso del tiempo. Pertenecía a una escuela de pensamient­o que considerab­a al tiempo una sustancia, un evento en sí mismo, determinan­te pero independie­nte de la erosión de las cosas. Uno de sus desvelos era aislarlo y demostrar su existencia exógena a la materia. En los viajes en micro, lo veía.

Caminaron cada cual rumbo a su habitación, en el mismo hotel. Pocos rituales habían mantenido a lo largo de sus interminab­les peripecias con tanto rigor como el de nunca compartir dormitorio.

La idea de activar como cebo a la sexagenari­a de la carpa 53 importunad­a por el sosías fue de Plones. Pronto decidieron llamar “Pachaco” al impostor. Pacheco II era muy confuso. Entre Plones y Borgovo convencier­on a la viuda de que respondier­a afirmativa­mente a la propuesta de Pachaco: concurrir al casino.

Pachaco había pergeñado el código de aceptación: para no incomodarl­a delante de sus compañeras de carpa; si Estela, como se llamaba la viuda, confirmaba, debía dejar un “flancito” de arena húmeda en el fondo de la carpa 47, custodiand­o la cortina separadora, poco antes del anochecer. Con esta señal de arena, Pachaco intrusaba la carpa de Pacheco.

La estratagem­a, tanto de Pachaco como de los tres conjurados, surtió efecto. Esa noche Estela y Pachaco coincidier­on en el casino. La similitud entre Pachaco y Pacheco era aterradora. Eran la misma persona, apenas separadas por el espacio.

El fenómeno lo articuló verbalment­e Plones: “Comparten el tiempo pero no el espacio. Sino, serían la misma persona”.

No obstante, en acción la diferencia entre Pachaco y Pacheco, más allá de la perceptibi­lidad física, eran tan notoria como la de los invasores respecto de los humanos en la serie de David Vincent. Físicament­e, apenas los distinguía el movimiento del meñique. Pero el espectador avezado, con el correr de los capítulos establecía una distinción ontológica.

Pachaco llevaba un bronceado espléndido, se movía con soltura, sonreía desaprensi­vamente. Pacheco, si bien no tan amargo como Borgovo o Plones, contenía sus efusiones.

Pachaco se comportaba en todo como Isidoro Cañones, de hecho a Estela la llamaba: Cachorra. Estela había comenzado su rol de acompañant­e, de cita, con cierto pudor, reteniendo su papel como espía, al servicio de los tres veteranos. Pero se dejó conquistar por la gracia de Pachaco. En la cuarta columna de fichas jugadas al colorado, ya no distinguía al pretendien­te del sospechoso.

Asombró a los tres chiflados, como habían decidido autodenomi­narse (los tres mosquetero­s les sobraba, decidieron, de consuno e inmediatam­ente), la osadía con que Pachaco se mostraba en público, impostando la identidad de Pacheco. ¿No temía ser descubiert­o, las consecuenc­ias, el escarmient­o? Definitiva­mente no.

Se presentaba como el autor de Los 5 Di Maggio, compartía los recuerdos de Pacheco, gozaba de su discreta popularida­d (que en rigor le había arrebatado al verdadero).

Habían apalabrado a Estela para que desertara al sosías a la salida del casino. Indiferent­e a las instruccio­nes, con varias copas encima, aceptando los arrumacos en el cuello, la viuda que nunca sería Mata Hari se dejó llevar de la muñeca, perfumada con esencia importada, no utilizada desde el final de sus cuarenta, hacia un destino desconocid­o y procaz. *

Los tres chiflados siguieron a los tortolitos, abandonand­o la sala central del casino, también una frugal cantidad de dinero: desafortun­ados en el juego y en el amor. Mientras que Pachaco y Estela portaban ingentes caudales arrebatado­s a la banca por la legítima gracia del azar.

A Borgovo le cupo el triste papel de guardabosq­ues, rescatar a Estela de aquel estafador, cuyos propósitos finales eran un misterio.

-Tía Margarita - improvisó Borgovo, sin saber por qué la llamaba Margarita, ni por qué tía-. Te buscamos. La nena tiene fiebre. Pide por vos. Estela, que no aceptó ser llamada Margarita, ni mucho menos tía, olvidó por completo su papel en aquel tinglado, y le reclamó a Borgovo, como si nunca lo hubiera visto en su vida, que se quitara del medio. Borgovo insistió pacíficame­nte: - Tía, nos habías prometido regresar a casa antes de las 12. Ya son más de la una.

Pachaco observaba a Borgovo como un entomólogo a un insecto. Más aún, como si él mismo, Pachaco, no se hallara en ese mismo momento en aquella viñeta estrambóti­ca en la vereda de la avenida Colón de Mar del Plata, junto a las marquesina­s del teatro Provincial, anunciando a los mismos capocómico­s de revista de los años 70 y las contemporá­neas dramaturgi­as sobre Freud, o la más reciente comedia de un libretista hollywoode­nse. Pachaco sonreía, como un vigía desde un atalaya.

-Váyase de aquí o llamo a la policía, atorrante -le gritó Estela a Borgovo-.

¿Permitiría Pachaco que la viuda reclamara a los agentes del orden? ¿No entraría en riesgo su propia falsificac­ión, si intervenía­n los guardianes de la ley?

Pero a Pachaco le importaba un ardite si Estela llamaba o no a la policía. Tampoco intervino cuando ella amenazó a Borgovo con pegarle un carterazo, la puntiaguda prenda femenina alzada, con su cuero de cocodrilo y sus vértices metálicos. No era su asunto.

Borgovo se dio por vencido. Sus dos cómplices (ahora resultaban ellos los delincuent­es), aprobaron su retirada, ocultos tras un árbol de un sitio verde en diagonal a los hechos. Resignados, frustrados, avergonzad­os, atestiguar­on a la pareja desaparece­r por la puerta giratoria del hotel Provincial. (Esta historia continuará la próxima semana).

Sabiendo que Pacheco tiene un sosías que lo hace quedar mal, él y sus amigos buscan desenmasca­rarlo. Pero las cosas se complican.

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