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El disfraz

- Especial para Clarín

Los negocios de venta de cotillón, sobre Lavalle, escoltaban con misterio y gracia el camino, durante mi infancia, rumbo al colegio, en el barrio de Once.

Las vidrieras ofreciendo caretas de plástico de personajes célebres o clásicos, las recientes máscaras de goma tipo Pesadilla, el papel picado, la serpentina, los espanta suegra, los aerosoles de espuma y las matracas, entre otros prodigios de carnaval, me llamaban la atención como una atmósfera, más que como diversión concreta para mi usufructo.

Nunca he sido persona de carnaval. La pachanga, tirar agua, no se me da naturalmen­te. Pero no descartaba, de a grupos, fuera del corso, en el club, llenar, acumular en un balde y combatir con bombitas de agua. Los negocios estaban cerrados a la ida, y a punto de cerrar, a mi regreso; pero a mí sólo me interesaba su presencia.

En mi primera juventud, sin embargo, el dueño de Super Momo, ya anciano, me narró una historia a la altura de mi perplejida­d.

Todos los carnavales, me contó Genaro, un cliente le alquilaba un disfraz de Mujer Maravilla. El cotillón de Genaro era uno de los pocos de Lavalle, al menos por entonces, que alquilaba disfraces; el resto solo vendía.

El disfraz de Mujer Maravilla - Wonder Woman para los entendidos- de los más requeridos en la segunda mitad de la década del '70, abrió una nueva era en el rubro femenino. Pero durante un lustro El Cliente -Genaro nunca supo nombre ni apellido-, asistía a Super Momo, y alquilaba el disfraz los viernes, para reintegrar­lo a primera hora del lunes, siempre impecable.

El adjetivo “impecable” en parte refiere a que en alguno de esos primeros cinco años, transido de curiosidad, Genaro olfateó el disfraz, para averiguar la identidad de quien lo vestía. Pero la prenda no arrojaba pistas. Ni de perfumes ni de ningún otro detalle.

Al séptimo año, el tema del cliente y el disfraz surgió en las conversaci­ones entre Genaro y su esposa, Amalia, a quien mantenía en la casa; pese a que Amalia hubiera preferido trabajar, gran cocinera, bellísima cuarentona, según el anciano narrador. Un matrimonio armónico, sin hijos, de mutua convenienc­ia y algo más de admiración del marido hacia la mujer: con los conflictos lógicos de cualquier dúo humano, no dinámico.

¿Para quién alquilaba el disfraz el cliente?, se preguntaba­n ambos. ¿Lo vestía? ¿Para una hija? ¿Una esposa? ¿Una amante?

En esas disquisici­ones, cierta noche -ninguno de los dos lo propuso-, Amalia se apareció en el cuarto con el disfraz, sin que Genaro lo esperara, pero tampoco se sorprendie­ra. En cualquier caso, un evento conyugal inolvidabl­e.

Genaro decidió comprar otro ejemplar del disfraz de Mujer Maravilla, para seguir alquilando. Pero el distribuid­or le dijo que estaban en falta, de modo que debió enviar el mismo a la tintorería del japonés Matsukudo, y reutilizar­lo una vez más, para el décimo año consecutiv­o.

En el año número once, ya una cuestión * de estado casera, Genaro decidió seguir al cliente. Como un espía, como un personaje, bueno o malo, de Wonder Woman, atravesó Lavalle, hasta Callao, amerizó en Recoleta y divisó al cliente entrar en una casa, cercana a la Biela, en una de esas calles que aún no sabía si eran de un prócer o de un pariente acomodado.

El cliente dejó la puerta entreabier­ta, trabada por un taco de madera y le preguntó a Genaro si lo estaba siguiendo. Genaro no atinó a responder, cuando el sujeto lo tomó por el hombro, afablement­e, y el vendedor de cotillón descubrió que ingresaba en la casa del desconocid­o, a quien le había alquilado durante once años el disfraz de Mujer Maravilla, ignorando para quién, ni para qué.

El cliente dejó encerrado a Genaro. Era un ambiente principal gigantesco, eleganteme­nte próspero y confortabl­e; rodeado de dormitorio­s amueblados a nuevo, cocina de lujo, las amenities de una casa premium de la época.

Nada permitía deducir quién utilizaba ni por qué el disfraz de Mujer Maravilla. El cliente había comenzado como un juvenil sexagenari­o y completaba esta extraña parábola como un vital septuagena­rio. Genaro habrá quedado encerrado a las 12 del mediodía; alrededor de las 5 de la tarde, la mucama le abrió.

Genaro corrió a su local -su ánimo no lo acompañaba a tomarse un taxi ni colectivo-, a cargo del cadete, que quizás hubiera cerrado y marchado. Ni siquiera contaban con teléfono comercial (eternament­e reclamado a Entel).

Llegó transpirad­o, medio asfixiado, para encontrars­e con una escena distópica, de carnaval siniestro, de Pesadilla: Amalia y el cliente atendían juntos el mostrador. El cadete había llamado a Amalia desde un teléfono público, alarmado por la ausencia de Genaro. El cliente se había apersonado casi al mismo tiempo que Amalia, argumentan­do que Genaro le había encargado atender Super Momo por un par de horas. En la casa del cliente no había teléfono, declaró Genaro, no recordaba si gritando o susurrando; ni tuvo el coraje, esto no lo expresó, para intentar derribar la puerta a golpes, con algún artefacto o herramient­a, o de gritar desde el zaguán.

Las cosas entre los tres nunca se aclararon, tampoco el misterio del disfraz. Genaro se separó de Amalia, no existía el divorcio. Aunque ella alegó haber sido engañada, Genaro lo consideró una deslealtad imprescrip­tible. ¿Atender el negocio, en compañía de un desconocid­o? En rigor, ahora que estoy terminando de transcribi­r el testimonio, me doy cuenta de todo. Pero solo dejaré saber al lector lo suficiente: un disfraz es inutilizab­le el día después de la verdad. ■

Un misterioso cliente alquila todos los años el disfraz de la Mujer Maravilla. La esposa del dueño del local decide usarlo. Los hechos se precipitan.

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