Clarín - Valores Religiosos

El santo que inspiró al Papa

Constituye la máxima expresión del testimonio cristiano de pobreza y compromiso con los desposeído­s. Con su ejemplo revolucion­ó a la Iglesia de su tiempo. Por qué el legado del “poverello de Asís” puede ayudar al pontífice argentino a renovar el catolicis

- Ricardo Rios Especial para Clarín

El “pobrecito de Asís” es el máximo exponente del compromiso cristiano con la pobreza. Fue un hombre de ayuno y oración, pero también de acción. Por qué su ejemplo puede ayudar al pontífice argentino a renovar la Iglesia.

Empiecen por hacer lo que sea necesario; luego hagan lo que sea posible; y repentinam­ente estarás haciendo lo imposible”.

Francisco de Asís dejó esa enseñanza sólo después de experiment­arla en carne propia. Contra la opinión de un mundo atiborrado de prejuicios, especialme­nte entre los de su clase acomodada, el hijo del vendedor de finas telas, Giovanni Bernardone, despreocup­ado trovador, guerrero de guerras medievales, fatigado ya de una vida hueca, dio un salto sin red hacia el pedregoso camino de la santidad. La búsqueda de Dios en cada paso era una empresa demasiado vasta, plena y gozosa como para renunciar a ella sólo para quedar a resguardo de la reprobació­n social o de los grilletes de un padre cruel. Tampoco habría obstáculo material alguno que pudiera interponer­se entre “el pobrecillo de Asís” y las enseñanzas de Jesús. Hacer una pila con su túnica, sus bermejas y sus zuecos, hasta que- darse íntegramen­te desnudo frente a quienes lo juzgaban por hacer caridad con el patrimonio paterno, fue apenas el más simbólico de los actos de desprendim­iento que signarían, entre 1182 y 1226, su existencia de 44 años; demasiado pocos para alguien que revolucion­ó la Iglesia con el único argumento de vivir en consonanci­a con la palabra de las sagradas escrituras. Expuesto al escarnio constante -a certeras bolas de barro en ocasiones-, Francisco vivió como un ermitaño por entender a la pobreza como un valor supremo, como una puerta abierta al goce completo de lo que Dios regala al Hombre, con prescinden­cia de lo superf luo. Siempre recibió con una sonrisa lo que la Providenci­a ofreciera: sin lamentacio­nes, dando alabanzas, en paz. Aunque los estigmas sangrantes mortificar­an su cuerpo hasta lo indecible. El desapego más absoluto a lo terrenal, quizás el principal rasgo de Francisco, explica que se lo reconozca como el santo de los pobres, el marido de la “dama pobreza”. También se lo tiene por patrono del medio ambiente dada su devo- ción por los elementos de la naturaleza. El mismo sentimient­o amoroso le inspiraban los animales, aun los más salvajes, como el Lobo de Gubbio, un depredador impiadoso al que “con su prédica” el santo habría convencido de cesar los ataques en esa comarca de la verde Umbría. Francisco no supo de frenos a la hora de llevar la buena nueva del Evangelio. Sin más cobertura que un manto harapiento, convertibl­e en eremitorio según el caso, viajó incluso hasta el enigmático Egipto para intentar la conversión de los musulmanes. Se llevaría de allí una frustració­n, pero también un delicado cuerno de marfil como muestra de buena voluntad del sultán anfitrión. La reconocida tolerancia de Francisco con otros credos y no creyentes, su infinita capacidad de reconcilia­ción, lo hacen el más ecuménico de la constelaci­ón de santos del catolicism­o. Un precursor del diálogo interrelig­ioso. En vista de una espiritual­idad sin fisuras, muchos ven en él al más parecido a Jesús en la historia de la cristianda­d. Nueve siglos después

de su tiempo histórico, su figura resurge hoy con una nueva caracteriz­ación, la del santo que inspiró al primer Papa latinoamer­icano, en el instante de elegir el nombre que llevaría como Pontífice. La marca del pontificad­o. “Es un misionero, poeta y profeta, es un místico, se encontró con el mal y salió de él, ama la naturaleza, los animales, la hierba del campo y las aves. Pero, sobre todo, ama a la gente, a los niños, a los ancianos y a las mujeres”, hizo el Papa esta semblanza del santo, la semana pasada, a poco de llegar a la ciudad de Asís (ver El peligro ...). Francisco ya había contado que al ser elegido Papa, el cardenal brasileño Hummes le dijo: “¡Acuérdate de los pobres!”. El Papa dice que ahí pensó llamarse “Francisco”, como una revelación. ¿ Habrá que atribuir también a una cuestión de inspiració­n que el Francisco de hoy hable de una Iglesia pobre, no mundana, en línea con los ruegos del Francisco de ayer para que Dios lo hiciera merecedor de “la preciosísi­ma pobreza”?, ¿Bergoglio se funde en el más puro espíritu franciscan­o cuando advierte sobre los “daños” que provocan el dinero y el confort?, ¿hasta dónde influencia­rá al Papa el diácono que llegó a ser el santo patrono de Italia? En su época, el “pobrecillo” influyó muchas voluntades que lo siguieron sin preguntar. El acercamien­to a Dios se veía posible a través de una vida de ayuno, oración y entrega absoluta al prójimo. Pero también de acción: Francisco no permaneció contemplat­ivo cuando reconstruy­ó un sinfín de templos, ni en sus periplos por Siria y Tierra Santa, o para darle de comer a leprosos. Tampoco se cruzó de brazos para pelear por el reconocimi­ento de su Orden de hermanos menores y de otras que le seguirían, como la que fundara con Santa Clara de Asís, su fiel devota. El Papa Honorio III y el cardenal Hugolino supieron como pocos de la porfía de Francisco, a quien lograron sostener en el redil de una Iglesia renuente a convalidar los procedimie­ntos extremos del santo. Francisco no partiría de este mundo sin probar el sabor de la deslealtad, de algunos propios que objetaron la idea original. Su última voluntad: ofrecer a Dios una muerte dolorosa. Ya ciego del todo, las “llagas de Cristo” en su cuerpo lo devastaron. Pero murió feliz, en La Porciúncu

la, su santuario en Asís. Se despidió entonando el Cántico del Hermano Sol, de su cosecha.

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Se cree que este fresco en la basilíca de Asís es una de las imágenes más fieles de cómo era San Francisco, el santo del que Jorge Bergoglio tomó el nombre para su papado.
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En primer plano, el monumento que muestra a Francisco volviendo de la guerra en su caballo, antes de su gran conversión.

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