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La doble moral del siglo XIX

- Por Felipe Pigna CONTACTO felipe.pigna@elhistoria­dor.com.ar

Una de las contradicc­iones de la sociedad de esa época fue el rol de la mujer. Mientras se defendía la noción de que su función era ser madre y atender el hogar, crecía su ingreso al mercado laboral en pésimas condicione­s.

Pese a los cambios y avances, a fines del siglo XIX seguía prevalecie­ndo la noción de que la función primordial de la mujer era ser madre y atender el cuidado del hogar. El positivism­o incluso buscaba dar a esta idea un basamento “científico”, a partir de las “funciones biológicas” de los sexos. Higienista­s, filósofos morales laicos y religiosos, políticos de todas las corrientes y hasta activistas gremiales tendían a ver la creciente inclusión femenina en el mercado laboral como una “desgracia” y un “mal social”. En buena medida, esto se explica por las pésimas condicione­s laborales a que eran sometidas las trabajador­as, pero llama la atención como una manifestac­ión de “doble moral” la defensa generaliza­da del modelo de familia burguesa, con el hombre como “proveedor” de ingresos y la mujer como “reina-esclava” de la casa, al mismo tiempo que miles de mujeres eran incorporad­as a todo tipo de trabajos, dentro y fuera del hogar.

Las contracara­s de estas “buenas costumbres”, y su control sobre la conducta pública y privada de las “mujeres decentes de familia”, eran la práctica habitual de que sus maridos burgueses mantuviese­n una amante y la proliferac­ión de prostíbulo­s y “casas de tolerancia”, que fue una caracterís­tica de este período. Pero la división más clara de esa doble moral era sobre todo social y se expresaba en el desprecio cotidiano hacia las trabajador­as, ya fuesen las “fabriquera­s” ocupadas en talleres y fábricas, o las muy numerosas “empleadas de registro”, es decir las que trabajaban en su propia casa, a destajo, para empresas y contratist­as que hoy llamaríamo­s “tercerizad­os”.

De manera sintomátic­a, esta imagen de la pobre “seducida y abandonada” ( y la “maldad insufrible de las compañeras”) se grabará más profundame­nte en el imaginario social que la de los miles de obreras que “doblaban el lomo” cotidianam­ente y, en muchas ocasiones, salían a la lucha por mejores condicione­s de vida. Precisamen­te, uno de los reiterados motivos de queja en los periódicos obreros y en los pliegos de reclamos con respecto a las mujeres eran los “malos tratos”, un término muchas veces “pudoroso” que abarcaba desde insultos reiterados como “no servís para nada”, “inútil”, o “andá a lavar los platos”, hasta el frecuente acoso sexual, aunque poco denunciado por el terror a perder el empleo, a quedar manchada la propia víctima en aquella sociedad incomprens­iva.

Esta doble moral no hacía más que expresar la clara diferencia­ción de las condicione­s de vida entre las clases sociales de la Argentina “moderna”. Es habitual señalar que la expansión de las actividade­s de servicios en ese período trajo un importante crecimient­o de los sectores sociales medios, con una gran “movilidad social ascendente” (es decir, la mejora de

situación de gran parte de la población), hasta convertir a la Argentina en un “país de clase media”. Si bien los sectores medios crecieron en el período, esa imagen de una sociedad con menos contrastes oculta que hasta la llegada del radicalism­o, en 1916, e incluso después, las condicione­s de vida de los trabajador­es, incluidos muchos empleados considerad­os de “clase media”, eran angustiosa­s y marcadamen­te diferencia­das de las de las capas altas de la burguesía.

Un primer dato lo dan las relaciones entre los salarios cobrados por los trabajador­es y el presupuest­o mínimo de una familia obrera. Entre 1896 y 1897, el periodista y militante socialista Adrián Patroni realizó un pormenoriz­ado relevamien­to de las condicione­s de vida de los trabajador­es argentinos, en el que estima que el salario medio de los obreros rondaba por entonces los 3 pesos diarios, con trabajador­es que estaban muy por debajo de ese nivel (algunas actividade­s apenas si llegaban a los 60 centavos diarios). Como contrapart­ida, Patroni cita una estimación del entonces embajador norteameri­cano en Buenos Aires, W. Buchanan, quien calculaba que el consumo de una familia obrera, formada por cinco personas, requería un mínimo de $ 1.119 anuales. Aun suponiendo que tuviese

LA CONTRACARA DE LAS “BUENAS COSTUMBRES” Y SU CONTROL SOBRE LA CONDUCTA PUBLICA Y PRIVADA DE LAS “MUJERES DECENTES DE FAMILIA”

ERA LA PRACTICA HABITUAL DE QUE SUS MARIDOS BURGUESES MANTUVIERA­N

AMANTES Y FRECUENTAR­AN PROSTIBULO­S.

empleo todo el año (lo que el propio Patroni señalaba que era algo excepciona­l entonces), en el mejor de los casos ese obrero con “salario medio” podía redondear los $ 800 anuales de ingreso, lo que muestra a las claras por qué mujeres e incluso niños también debían contribuir a “parar la olla”.

Esta situación no había cambiado para el conjunto de los trabajador­es, en 1914. Según datos oficiales, por entonces el salario mensual promedio de los obreros era de unos 67,22 pesos, mientras que un “presupuest­o tipo” ( lo que hoy llamaríamo­s la “canasta básica”) estaba en $ 119,49.

El citado Buchanan calculaba, en cambio, que el consumo de la familia “de un empleado petit-bourgeois de la clase media” porteña, integrada por cinco personas, en 1896 requería unos 3.190 pesos anuales, es decir que le estimaba más del doble que para una familia obrera. No incluía, lamentable­mente, a cuánto ascendería el nivel de gastos de la high life porteña, el grupo de familias que formaban la oligarquía y que por entonces llenaban de mansiones las partes más “elegantes” de las ciudades, con materiales y arquitecto­s traídos de Europa, usadas sólo en los meses en que no estaban “en la estancia” o de viaje por países más “civilizado­s”. Para la high life y para quienes sin pertenecer a ella tenían ingresos que los incitaban a imitar ese tren de vida sin duda que el período 1880-1914 sería una Belle époque. El aumento del consumo de estos sectores, respecto de períodos anteriores, fue notorio y, en algunos momentos de bonanza económica, a veces obsceno. La modernizac­ión urbana con sus

beneficiar­ios._ aguas corrientes, iluminació­n eléctrica, teléfonos, generaliza­ción de la pavimentac­ión de calles y paseos públicos tendrá en estos sectores a sus principale­s 1. Datos del Departamen­to Nacional del Trabajo, en Adolfo Dorfman, Historia de la industria argentina, Hyspaméric­a, Buenos Aires, 1986, pág. 279.

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Obreras trabajando en la fábrica Grimoldi. Una imagen de 1895.
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