No morir el Día de los Muertos
La descomposición, su primera novela, lo instaló como una de las voces más originales y potentes de la nueva generación de narradores. Glaxo, su siguiente texto, fue traducido al alemán, al francés y al italiano. La serie que escribe para Viva es un viaje por diferentes hoteles de provincia .
SU ULTIMO LIBRO
Lumbre (Eterna Cadencia, 2013)
El Día de los Muertos en México es la fecha que sintetiza de un modo contundente una identidad. Esa combinación entre memoria –viva – del pasado y, al mismo tiempo, su puesta en escena carnavalesca. La conciencia de la muerte en la celebración de la vida. Encontrarse con la muerte en el ritual festivo.
Llegué al hotel en la ciudad de Oaxaca, México, un 1° de noviembre por la tarde. Según decían las noticias también había llegado ese día el frío pero yo aún no lo notaba. El hotel era una casona colonial, con patio y fuentes, una hermosa construcción típica a sólo una cuadra del Zócalo. En la recepción, mientras esperaba para registrarme, me encontré con un escritor colombiano que también acababa de llegar y estaba demasiado contento. Era muy divertido y verborrágico. Tenía un sombrero blanco y una botas marrones que terminaban en punta, muy brillosas. Luego, un botones nos acompañó a los dos a cada una de nuestras habitaciones. El escritor me preguntó de dónde venía, qué era lo que estaba haciendo en Oaxaca, pero enseguida me di cuenta de que me hacía esas preguntas para poder hablar de él. Porque cuando yo intentaba dar una respuesta él comenzaba a hablar. Me preguntaba para poder hablar de sus cosas, para poder hacer sus chistes. Recorrimos unos pasillos amplios que al escritor colombiano –era la primera vez que estaba en México– le recordaban esas películas de la década del cuarenta. “Esto parece la casa del Zorro”, dijo y largó una carcajada que terminó incomodándome. Después de subir dos pisos por una escalera de mármol amplísima, nos encontramos con un altar en homenaje a los muertos. El color de las flores y las calaveritas adornadas; las velas y la comida desperdigada como ofrenda, entre las fotos. El colombiano pasó en silencio delante del altar y se metió en su habitación que estaba junto a la mía. No se despidió. Me llamó la atención ese cambio de humor intempestivo.
–Con vista a la alberca–
Mi habitación tenía una ventana que daba a la parte trasera del hotel. Un jardín con pileta –o alberca, como se dice– que se abría esplendo-
EL 1° DE NOVIEMBRE, POR LA TARDE, LLEGUE AL HOTEL EN OAXACA. SEGUN LAS NOTICIAS TAMBIEN HABIA LLEGADO EL FRIO. EN LA RECEPCION ME ENCONTRE CON UN ESCRITOR COLOMBIANO QUE ESTABA LLEGANDO. ME HACIA PREGUNTAS, PERO PARA PODER HABLAR DE EL.
roso. Me tiré en la cama para descansar un rato y me puse a leer la última novela de la escritora mexicana Rosa Beltrán, Efectos secundarios. Lo había comprado en el aeropuerto de DF y me había interesado la última frase del libro. Tengo la costumbre de leer primero las últimas frases de los libros. Y la frase final de la novela de Rosa Beltrán me había impactado: “Nos hemos convertido en un rencor vivo”, decía. Pero, ¿ de qué hablaba? La novela se mete con la violencia que atraviesa a México. Pero lo hace, con ironía y humor, desde la literatura. El narrador es un personaje especializado en el oficio de presentar libros. Yo leía esto: “La felicidad es un bien etéreo. Soñaba en cómo los libros volverían a ser cartas a los amigos, cuando sentí un empujón y oí un griterío de voces”. La coincidencia me paralizó. Los golpes en mi puerta y la voz desgarrada de dolor me hicieron saltar de la cama y ver lo que estaba pasando.
El escritor colombiano, en cueros, y apretándose la mano derecha decía que lo había picado un alacrán. ¡Un alacrán! ¿Qué hago?, me preguntaba. Bajamos las escaleras. Yo nunca había visto un alacrán, por eso pensaba en su forma, en el color, en lo que se siente cuando un alacrán te pica la mano. El escritor colombiano estaba pálido. Descalzo, ahora lo veía también descalzo, se subió a un taxi y, junto con un empleado del hotel, salieron raudos a un hospital.
Yo me quedé en la puerta. La gente pasaba con vestidos floridos y con máscaras para el desfile del día de los muertos. Entonces dejé el hotel, subí hasta el Zócalo. Después recorrí el mercado, el caos vital del mercado: los chapulines semimuertos saltando en la pila; el olor del mole, como si fuera una masa compacta de sangre reseca; los trozos de carne cortados en los pequeños puestos; y el cuero de las botas, en punta, como las que traía el escritor colombiano y que, ahora, seguro, estaban debajo de su cama.
Regresé al hotel cuando empezaba a oscurecer. En el bar, acodado en la barra, estaba el escritor colombia- no tomándose un trago. Me alegró verlo bien. Se puso contento, también, al verme. Tenía la mano derecha vendada. Y largó un chiste, dijo que no pensaba morirse en el Día de los Muertos.
Me pagó un trago, me regaló un ejemplar de su última novela, y allí nos quedamos un rato charlando sobre la vida y la muerte, sobre la forma de los alacranes mientras el baile, en el Zócalo, se disparaba. Por eso el ruido de las trompetas llegaba desparejo. “Como sucedía en mi infancia”, dijo el escritor colombiano mientras se zampaba un nuevo vaso de mezcal.