Miradas: Profundamente extranjero, por H. Ronsino
Para qué se viaja? ¿Para que se escribe? Después de tomarme un tren en Zürich y recorrer los Alpes –un tren preciso que se torciona y chirria en las curvas con la delicadeza de las agujas– bajo en la ciudad de Innsbruck. Innsbruck es la capital de una de las regiones de Austria. Hace frío. No hablo ni un sola palabra de alemán. Y ahí estoy esperando un auto que me lleve a la pequeña aldea de Hall in Tirol. Una aldea medieval en la que cada año se celebra un festival de literatura. El auto no está en el lugar que habíamos acordado con los organizadores. Por eso espero. Igual una leve impaciencia comienza a crecerme por dentro. Una impaciencia que tiene que ver con mi dificultad de comunicarme en alemán. Enseguida el auto conducido por Tony se detiene en el lugar pactado. Esa breve demora será la única que exista en todo el viaje. Porque los trenes salen y llegan al segundo indicado. Y las conferencias también serán puntuales como se espera en esta zona.
Tony abre la puerta, dice mi nombre para confirmar que sea yo y me hace subir. No habla inglés. Balbucea un po- co el italiano. Por eso mismo podemos entablar algo parecido a un diálogo. Hasta que el esfuerzo en los dos decae. Y nos gana el silencio. Cada tanto me mira por el espejo retrovisor. Ve, seguro, cómo contemplo las aldeas que rodean Innsbruck. Apenas a veinte minutos de la estación de trenes está Hall. Entonces Tony estaciona en un hotel demasiado nuevo. Es un rulero negro que parece sacado de una película de ciencia ficción. Contra ese hotel extraño se levanta un pueblo medieval, y más atrás los Alpes nevados.
Mi intérprete se llama Luis y me espera en la recepción del hotel. Nos saludamos afectuosamente –siento un gran alivio cuando lo escucho hablar
en español– y me propone, después de instalarme en mi habitación, hacer una recorrida por el pueblo. Una especie de visita guiada por la aldea. Hall parece congelado en el tiempo. Está flanqueado por cuatro iglesias. Tienen las cúpulas verdes y se las ve desde todos los puntos cardinales. En el siglo XII Hall fue un lugar muy rico por la sal, me dice Luis. De allí su nombre. Las minas de sal que se extraían de las montañas. La historia dejó sus huellas: los Habsburgos o el nazismo, por ejemplo.
A medida que caminamos, después de haber sacado muchas fotos, el pueblo deja de provocarnos ese impacto deslumbrante. Luis está escribiendo una tesis sobre Benjamin. Habla de vivir la experiencia en un lugar así. Yo pregunto cómo hubiera sido vivir aquí en el siglo XII. Luis dice, terminante, que eso es imposible. Ese ejercicio es imposible, dice.
Un avión cruza el cielo justo cuando el reloj de una de las iglesias comienza a hacer sonar sus campanas. Yo señalo el cielo. Luis sigue el recorrido de mi dedo. El recorrido del avión que avanza contra este ruido medieval. Regresa- mos cuando empieza a oscurecer.
Esa noche en el salón principal del hotel se inaugurará el festival de literatura con una cena, con una serie de lecturas y con una sorpresa muy especial, así lo anuncian los organizadores. Hay cerca de trescientas personas entre autoridades del estado de Innsbruck, escritores y editores de la región. Luis se sienta junto a mí. El discurso inaugural se da antes de que sirvan la comida. Y las lecturas ocurren cuando todos tienen servidos los postres. Por eso, el acto final, o la sorpresa, se anuncia cuando los mozos levantan los platos y las copas.
Ya no hay otra cosa que hacer más que esperar el espectáculo final. Se tra- ta de un actor, un humorista alemán muy conocido, me dice Luis entre los aplausos. La gente está entusiasmada, sacada de la modorra generada por la cena. El famoso humorista alemán se sienta en el escenario. Tose. La gente se ríe por eso. Se prepara. No sé por qué también se me despierta cierta expectativa. Después el humorista empieza a leer. En alemán, claro. Por eso las expectativas se me derrumban. Y tardo un rato en comprender lo que sucede. Cuando estalla la primera carcajada masiva –que incluye a Luis, mi intérprete– me siento definitivamente solo, perdido. Así sucederá el tiempo –a lo largo de una hora– oyendo a un humorista alemán, en el salón principal de un hotel en Hall in Tirol, con trescientas personas muriéndose de la risa. Yo no sé qué cara poner. Me siento, por primera vez, profundamente extranjero. Es decir, fuera de la lengua. Hace frío. ¿Para qué se viaja? ¿Para qué se escribe?, insisto. Para volver de lo extraño y contarlo, pienso, por ejemplo, cuando los aplausos finales estallan.