Clarín - Viva

Brillos y sombras de las Primeras Damas

- ALBERTO AMATO PERIODISTA

Eva Perón las sepultó a todas. Aún a las que no habían nacido cuando sus breves años de gloria trágica. No fue la única. Pero, a su modo, lo fue. Las Primeras Damas “constituci­onales” argentinas han tenido más bien una relación oculta con el poder de sus maridos. Así fue hasta los vientos de las décadas del 50 al 70. Hipólito Yrigoyen fue el único presidente soltero. La jugaba de calladito, pero tuvo varios romances abrasadore­s, uno con Antonia Pavón, con quien tuvo una hija, y otro con Dominga Campos, con quien tuvo seis hijos. Pero nunca se casó. No hubo primera dama en sus dos gobiernos.

Regina Pacini de Alvear, la mujer de Marcelo T., era soprano, amante de la lírica y de los actores. Dio, en sus años como Primera Dama entre 1922 y 1928, impulso a la cultura de una sociedad que todavía cabalgaba casi entre el campo y el progreso, entre los indios de Los Toldos y los británicos que se llevaban las carnes.

Volvió Yrigoyen, lo voltearon en 1930 y recién volvimos a tener presidente­s constituci­onales en 1946.

Perón llegó con Eva, con quien se había casado en los días de vértigo que siguieron al 17 de octubre de 1945. Evita lo transformó todo. Jamás ocupó un cargo público, era una chica de 23 años cuando conoció a Perón, murió a los 33, sólo ejerció su vida de Primera Dama seis años, y armó la que armó. Su sombra de mujer bienhechor­a, de hada de cuento, de abanderada de los humildes, de madre eter- na del peronismo, opacó desde su adiós temprano al resto de las Primeras Damas argentinas. Ella pudo ser una. No la dejaron. Hizo de aquel fracaso doloroso, una épica de gloria. Así eran aquellos tiempos.

Elena Faggionato de Frondizi acompañó casi como ama de casa a su marido Arturo en los turbulento­s años de finales de los 50 hasta 1962. Cuatro años después, Arturo Umberto Illia llegó al poder y la primera dama fue Silvia Martorell, una mujer sencilla y solidaria, que fue carne de cañón de la campaña de prensa que antecedió al derrocamie­nto de su esposo en 1966. Y ya no tuvimos presidente electo hasta 1973. Héctor J. Cámpora viajó a España a buscar a Perón, a traerlo al país y a ser humillado por el viejo líder, junto a Georgina Acevedo, otra mujer callada y sencilla que había sido del círculo íntimo de Evita en los años de esplendor.

El día de su asunción en 1983, Raúl Alfonsín recorrió los mil ochociento­s metros que separan al Congreso de la Casa de Gobierno en el auto de los presidente­s que había estado archivado durante la dictadura y junto a María Lorenza Barreneche. Fue, casi, la única aparición pública de aquella primera dama discretísi­ma, acaso de frágil salud, que pasó como otra sombra en aquel gobierno que nos devolvió la democracia.

Con Carlos Menem sucedió todo lo contrario. Su mujer, Zulema Yoma, desató al inicio de su gobierno, en 1989, unos escándalos de car- pa chica que recién menguaron cuando la trágica muerte del hijo varón, Carlos, puso algo de sosiego en aquel par de truenos que habitaron poco tiempo juntos la residencia presidenci­al. Hay que recordar aquel célebre acto patrio en el que la señora Yoma se encerró con el bastón de mando presidenci­al y hubo que abrir de urgencia el Museo de la Casa de Gobierno para buscar uno, y su posterior desalojo de Olivos a cargo de la Casa Militar. Cosas que pasan.

Fernando de la Rúa llegó a la presidenci­a junto a Inés Pertiné, a quien conoció en los días turbulento­s que siguieron al golpe contra Arturo Illia, en 1966. La familia De la Rúa ejerció una notable influencia en el Presidente de aquel tormentoso gobierno de la Alianza, a la que no fueron ajenos la Primera Dama, si bien de manera cauta y prudente, sus hijos y el cuñado presidenci­al, un alto oficial de la Armada.

Tras la crisis de 2001, el peronismo retomó el viejo estilo de “heredad” matrimonia­l y de primeras damas activas en la política. Hilda González ya era una militante del peronismo mucho antes de que su marido, Eduardo Duhalde, llegara a la Presidenci­a de la Nación en aquellos aciagos días post corralito, post estado de sitio, post que se vayan todos, post Cavallo, post convertibi­lidad. “Chiche” Duhalde había creado a “Las Manzaneras” como punteras políticos dignas de confianza, y fue una primera dama de definicion­es fuertes y mano de seda durante el año y cuatro meses de gobierno de su esposo.

Néstor Kirchner sí que pensó en la “heredad” a lo Perón, con esposa candidata y todo. Su proyecto era que el matrimonio anclara en la Rosada y en el país durante al menos dieciséis años. Su muerte, en octubre de 2010, impidió saber si el proyecto era viable. Los Kirchner gobernaron doce años, tampoco le erraron por mucho. Cristina Fernández busca, a su modo, una heredad ideológica que le permita otro modo de eternizars­e en el poder. Esas experienci­as nunca dieron resultado en la Argentina. Ni en ningún otro sitio.

Igual, la gloria debe ser para Juana del Pino. Que no era hermosa, más bien un poquito lo contrario, ni siquiera agraciada, dicen sus contemporá­neos ya perdidos en la historia. Tenía, eso sí, unos enormes ojos negros, rasgados y una mirada, que a veces es más importante que los ojos, dulce y reposada. Su mérito de leyenda: haberse casado con Bernardino Rivadavia, el primer presidente de la República elegido por el Congreso Constituye­nte en 1826. Ella fue la primera Primera Dama.

Evita lo transformó todo. Jamás ocupó un cargo público, sólo ejerció de Primera Dama seis años, y armó la que armó.

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