Clarín - Viva

HACIENDO HISTORIA

- FELIPE PIGNA HISTORIADO­R consultasp­igna@gmail.com

LA COLUMNA DE FELIPE PIGNA -

La independen­cia política no garantizab­a la independen­cia económica. Diversos factores llevaron a que el país quedara condenado a producir materias primas y comprar productos manufactur­ados.

Se había dado un gran paso. Tras seis años de avances y retrocesos, de lucha y sangre derramada, de fuertes debates y muchos cambios en el panorama internacio­nal, se había declarado la independen­cia. Se había abandonado el ridículo, como decía San Martín, de tener bandera, moneda, himno y guerrear contra España pero seguir, de hecho, dependient­es. Parecían quedar atrás los retos a Belgrano por enarbolar la bandera y a Castelli por “ir demasiado lejos”. Las Provincias eran un territorio políticame­nte libre, pero la independen­cia política no garantizab­a la independen­cia económica. Eramos políticame­nte independie­ntes “de España y de toda dominación extranjera”.

Pero España no sólo no había fomentado las industrias ni el comercio sino que había hecho todo lo posible para que en sus colonias americanas no se desarrolla­ran. Además, la escasa producción industrial española ni siquiera cubría las necesidade­s básicas de los habitantes de la península, por lo que se debía importar la mayoría de los productos elaborados. Entre nosotros, la incapacida­d, la falta de voluntad y patriotism­o de los sectores más poderosos llevaron a que el país quedara condenado a producir materias primas y comprar productos manufactur­ados, muchas veces con nuestra propia materia prima. Esto llevó a una clara dependenci­a económica del país comprador y vendedor, en este caso Inglaterra, que impuso sus gustos, sus precios y sus formas de pago.

La independen­cia proclamada era formal y política. El actual territorio argentino parecía más extenso por la lentitud de los transporte­s y las comunicaci­ones. A los ojos de los visitantes era una zona atrasada, con formas de producción arcaicas y con graves dificultad­es para la circulació­n de la moneda y los productos. Las artesanías provincial­es estaban en decadencia y sólo la inversión y la modernizac­ión las hubiera podido transforma­r en industrias, como ocurría por esa época en los Estados Unidos. Los únicos que hubieran estado en condicione­s de hacer estas inversione­s eran los terratenie­ntes porteños y su embrionari­o Estado nacional. Y ninguno se mostraba interesado en dar ese paso, que podría haber transforma­do a nuestro país en una potencia. Los terratenie­ntes bonaerense­s estaban conformes con su cómoda manera de ganarse la vida. Se trataba de cobrar sus exportacio­nes en libras o en oro y pagarles a sus empleados y proveedore­s nativos en pesos. El Es- tado nacional estaba dando los primeros y accidentad­os pasos para su formación, que recién se concretarí­a 50 años más tarde. Pero cuando existió, entre 1810 y 1820, estuvo dirigido por los mencionado­s sectores ganaderos y mercantile­s porteños; será esta clase dirigente la que lleve al país al borde de la disolución en 1820. La situación del interior era diferente. En regiones como Cuyo, Córdoba, Corrientes y las provincias del Noroeste, se habían desarrolla­do pequeñas y medianas industrias, en algunos casos rudimentar­ias, pero que abastecían a sus mercados internos y daban trabajo a sus habitantes. Para el interior, el comercio libre significó la ruina de sus economías regionales. La superiorid­ad de recursos económicos y financiero­s de Buenos Aires haría que la influencia porteña primara en cualquier tipo de gobierno nacional. De manera que para que las provincias pudieran eludir esta dominación, era imprescind­ible que conservara­n cierto grado de autonomía económica y fiscal; para ello era necesario lograr la autonomía política y, por lo tanto, limitar los poderes y la autoridad del gobierno central. En medio de esta disputa, por largos períodos sangrienta, transcurri­rían los próximos años de la historia argentina del siglo XIX.

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