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LA NIÑEZ TRANS DE LULU -

Fue la primera menor de edad en obtener un DNI con cambio de género. Cómo es la vida de una niña trans que se enfrenta al desarrollo de un cuerpo que no desea.

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ALuana le gustan los vestidos cortos, largos, estampados, de color rosa, con brillos o sin: no importa, le gustan los vestidos. Quiere trabajar en Disney, está segura de que allí sería una Aurora impecable. De todas las princesas prefiere a Ariel, la sirenita. Esa aleta le fascina. En su habitación tiene un estante con perfumes y sobre el respaldo, un atrapasueñ­os. Antes de dormir pide que le lean un cuento. Le da miedo la oscuridad. Las tablas que más le cuestan son las del ocho y el nueve. Toma clases de patín artístico. Aprendió a deslizarse elegante, el cuello de cisne. En poco tiempo cumplirá diez años. En poco tiempo, también, perderá su arquitectu­ra de niña: ella crece en un cuerpo sin gobierno.

Luana es Lú, Lulú, Luanita, pero al nacer la llamaron Manuel. Dormía en una cuna celeste como la de su hermano mellizo, Federico. Su padre le auguraba a ese bebé un futuro de mecánico. Le cortaban el cabello, lo vestían de varón, le regalaban pelotas. Pero él no quería goles ni camisetas ni el pelo al ras. Mucho menos motores. Cuando pudo –a su manera, con un balbuceo– dijo: “Yo nena, yo princesa”. Y lloró, lloró tanto.

Luana nació con genitales masculinos y se autopercib­e mujer: es una niña transgéner­o. Su familia la acompañó en el deseo de llevar una vida de nena con pene. Así se convirtió en la primera menor del mundo en obtener el DNI con el cambio de género de masculino a femenino y con el nombre que había elegido, sin hacerle juicio al Estado. Ahora, en su casa, Luana aparece en la cocina pegando saltitos. Lleva un short y una remera. Se acomoda el pelo: una madeja selva negra domada por un moño violeta.

Merlo, al oeste del Gran Buenos Aires, es un barrio de casas bajas y quintas, caballos que pastan al costado de calles y comercios que cierran a la hora de la siesta. A unas cuadras de la estación de tren está la casa de Gabriela Mansilla, la madre de Luana y de su hermano mellizo, Federico. Es el martes 7 de febrero, tarde de otoño en pleno verano. La cocina está recién pintada. Todo aquí es limpio, de un orden inalterabl­e. Hay frascos de fideos, cereales, galletitas; las mesadas despejadas, tazas que cuelgan de ganchos como racimos; la pava en su hornalla. Por la mañana Gabriela trabaja en un plan del Estado por cuatro mil pesos al mes. A la noche, en esta cocina se hacen las pizzas que sale a repartir en bicicleta. Matías, pareja de Gabriela, prepara café mientras ella intenta poner en marcha un reloj de pared que se ha detenido. Y dice:

–Me puse feliz cuando me dijeron que eran dos varones. Pensaba que de ser nenas iban a sufrir un montón. Pero siendo varones, estudiar, conseguir un trabajo, salir… todo es más fácil para ellos, ¿no?

Gabriela quedó embarazada a los 32 años. La gestación la pasó en reposo. Padecía el síndrome de transfundi­do transfusor: los mellizos compartían la placenta y cuando uno se alimentaba, el otro no. A la semana 35, en una cesárea de urgencia, nacieron los hijos.

El primer año pasó rápido en aquella habitación decorada en celeste y verde. Los padres proyectaba­n el universo que creían posible: hermanos, inseparabl­es, yendo a la escuela técnica o presentand­o a sus novias. Los bebés tenían la misma ropa y los mismos juguetes, pero eran diferentes: Federico era tranquilo, Manuel lloraba sin consuelo.

–Pero no era un llanto de capricho –recuerda Gabriela–, había un sentimient­o más profundo: era desgarrado­r. Los llevamos al pediatra, hicimos estudios. Todo salió bien. No estaban enfermos.

Los mellizos tenían dos años cuando Gabriela compró unas películas. Una era La Bella y la Bestia. Manuel la vio tantas veces que empezó a imitar a Bella: cada paso del vals que bailaba en el palacio, sus mohines. Otra tarde abrió el placard de su mamá y sacó una falda. Ella lo dejó, pensaba que era un juego. Desde entonces arrastró una silla hasta la habitación de Gabriela para llevarse algo que en su cuerpo pareciera un vestido. Para los padres, el juego ya no era divertido. Manuel se las arreglaba. Tomaba las prendas y las escondía debajo de la almohada o en un cajón. Ya no dormía de corrido y, si conciliaba el sueño, despertaba a los gritos. Después fue el pelo, que se caía a mechones. Cuatro aureolas que hacían de esa cabecita de bebé una rodilla desplumada.

Cuando pudo, a su manera, con un balbuceo, dijo: “Yo nena, yo princesa”. Y lloró. ...

Un mundo dominado por el binario hombre-mujer: celeste, rosa; fila de nenes, fila de nenas; bella durmientes que despiertan gracias al beso de un prínci---

pe que llega al galope; pelotas, muñecas. Al recién nacido se le asigna un nombre y con ese nombre, una vida. Pero si los extremos están marcados por los cisgénero –mujeres con vagina y hombres con pene, heterosexu­ales– en el medio hay diversidad. Y todavía más: en la diversidad hay diversidad.

Hay gays, lesbianas, travestis. Hay transgéner­os: individuos que no se sienten acordes con el sexo asignado al nacer ni con sus genitales. Sólo definicion­es. El artículo 2° de la Ley de Identidad de Género, sancionada en 2012, es clara: “Se entiende como identidad de género a la vivencia interna e individual del género tal como la persona siente”.

De acuerdo al Registro Nacional de las Personas, entre 2012 y 2016, se tramitaron unas 5.500 rectificac­iones. ¿Qué cambió? Sobre todo, que no necesitan demostrarl­e a un juez que su identidad es diferente a la asignada. Pero aún no esquivan el estigma. En Argentina, según cifras no oficiales, el promedio de edad de una persona trans es de 35 años y el índice de suicidio, del 40%. El rechazo familiar, abandonar los estudios, la imposibili­dad de conseguir un trabajo formal y el alto riesgo de padecer depresión explican esas cifras.

Ahí viene Lulú con un par de zapatillas violetas. Tiene los ojos grandes y pardos, las cejas pobladas y una sonrisa nueva, de dientes que se están acomodando. No hay rastros de aquel nene al que se le caía el pelo. Donde ahora hay un ovillo de rulos apretados en una vincha, hubo un trapo de piso o el repasador. Luana se cubría la cabeza porque era lo más parecido a tener el cabello largo. Gabriela consultó con una psicóloga que le comunicó el diagnóstic­o a las pocas sesiones.

–Nos dijo que si decía que era una nena, teníamos que decirle que no. Que sacáramos de su alcance todo lo que podía servir para que se vistiera de nena. Que teníamos que ser firmes –dice Gabriela, en la cocina de su casa–. Y bueno, guardé todas las películas de princesas, cerré la habitación con llave…

Los padres acataron de inmediato. Manuel disimulaba: decía “soy un nene”. Se escondía. Rayaba las paredes con

Luana nunca se sintió varón. Y no quiere vello en la cara ni las piernas. ...

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Gabriela y sus dos hijos: Federico y Luana.

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