Trump y una retórica grave que profundiza la xenofobia
¿Por qué Estados Unidos se retuerce de este modo, está liderado por un mesiánico y el mundo observa asombrado e impotente esta deriva sin atreverse a imaginar su resultado? Donald Trump es un multimillonario, magnate de la construcción, que es la última estación de un camino de calamidades sociales que ha recorrido ese país desde hace casi medio siglo, a partir de Richard Nixon, y especialmente de Ronald Reagan. Se trató de la transformación paulatina del alabado sueño americano en una pesadilla por las contradicciones sociales que fue arrastrando. El pico de ese desastre interno, que reconoce hoy más de 40 millones de pobres y una enorme legión de subempleados, se alcanzó el 15 de setiembre de 2008. Ese día quebró el banco Lehman Brothers esparciendo internamente y a todo el mundo la mayor crisis financiera y económica que se tenga memoria desde la gran depresión del ‘29. Los efectos de ese tsunami, que para muchos analistas marca el inicio real del actual siglo por la enorme trasformación que produjo (en la situación de EE.UU., en la recesión europea, en el adelantado lugar geopolítico de China), aún no se han disipado. Amontonó legiones de personas con el futuro cancelado en las banquinas de la historia en los dos lados del Atlántico. La presión de la crisis y la ausencia de perspectivas es la razón en Europa del crecimiento de alternativas extremistas como la de Geert Wilder en Holanda, los Le Pen en Francia, Afirmación por Alemania en ese país. Y es lo que dio vida al Brexit y al espíritu nacionalista contra el modelo cosmopolita de la integración europea. ¿Qué dicen los lideres de esas rupturas? Proponen modelos de rechazo a la otredad, de cierre de las fronteras, de un aislacionismo medieval. Es el mismo mensaje de Trump. Al estilo de un Luis Bonaparte que logró el apoyo de las bases prometiendo bajas de impuestos y beneficios sociales, en un juego de apariencias en la Francia de mitad del siglo 19, este magnate, sostenido por las ideas de su principal asesor, el supremacista Steve Bannon, conectó un mensaje de salvación para las enormes masas que quedaron colgadas tras la crisis. Las que Barack Obama no atendió y cuya crisis se agigantó al no tener modos de aprovechar el envión tecnológico. Es una retórica grave, porque profundiza la xenofobia, el desprecio al extranjero y un nacionalismo al estilo ruso o turco que requerirá de enemigos para consolidarse. Nadie sabe en qué terminará. Este extravagante político, pese a lo reciente de su mando, y la enorme facilidad para mentir y creer sus propias fantasías, está perdiendo control de parte de su gabinete, y sus opacos contactos con Rusia, en especial, han comenzado a marcar límites que quizá sean imprevisibles en un plazo no demasiado extenso. tantes de Trump que el señor que está en el poder no les traerá el país que les prometió.
Mientras tanto, hay cuestiones que urgen. Emily Steck es una estudiante de trencitas rubias, inteligente como un rayo. Le pregunto si ella está dispuesta, por ejemplo, a hacerse arrestar ( la llamada desobediencia civil es una tradición en la política de los Estados Unidos). Y ella responde: “Sí, por supuesto. Si me hubieras preguntado eso hace un año, creo que te hubiera dicho otra cosa”. Le pregunto, entonces, si estaría dispuesta a darle refugio a una persona perseguida por la policía migratoria. “Totalmente”, responde decidida. “Creo que mis padres también lo harían, a pesar de las diferencias políticas que tenemos, porque –de última– es una persona la que necesita protección.”
Esta es una efervescencia con una energía casi nuclear, porque las últimas elecciones y su resultado han tocado una fibra íntima en las personas que las indigna. “Creo que la integridad del país en el que crecí, que era visto como un país refugio y esperanza, está en peligro”, afirma Rebecca Kaufman. “Quiero que nuestra generación sienta que tiene una voz y que esa voz afecte realmente el cambio”, dice, por su lado, Megan, una estudiante de 20 años. Ella sueña y sueña, pero está despierta.
Y luego viene Eeman Abassi. Ojos enormes, cabello cubierto por una hijab, como se llama el pañuelo que usan las mujeres musulmanas. Va por el campus universitario con un cartel de protesta. ¿Creen que tiene miedo? No. Y no porque alguna bestia no le haya dicho cosas feas. Tiene un historial de anécdotas. Le han preguntado si escondía una AK-47 en su pelo; le han sugerido “sacarse el trapo”. Pero aun en el medio de un clima de intimidación, dice que las expresiones de solidaridad han sido también muy grandes. “En la historia de mi religión hemos sido perseguidos. Y lo hemos superado.”
Sin miedo. Eric Cruz López, mexicano, es un chico intelectual que lleva su pelo recogido en una especie de rodete. Frente a un aula repleta de estudiantes, se nota que tiene carisma de líder. El fue el mejor promedio de su escuela secundaria y, por eso, recibió una beca en la Universidad. Pero, hay otros elementos en la biografía de Eric. Llegó a los Esta-
dos Unidos a los 7 años. El y su familia eran indocumentados. Los agarró la policía migratoria. Los dejaron ir y luego, junto a su madre, volvieron a intentarlo. Hoy, no oculta su condición a pesar de que podrían capturarlo en un minuto y dejarlo del otro lado de la frontera, en México, un país que apenas recuerda. En cambio, está aquí, parado frente a una clase, impulsando junto a sus compañeros una ley en el estado de Connecticut para otros alumnos que están en su misma condición. ¿No tenés miedo?, le pregunto. “No”, responde decidido. “Conozco mis derechos.”
Y, sin embargo, hay muchos que no están tan seguros de que gente como Eric esté a salvo. Y, por eso, quieren darles una protección extra. Es de noche otra vez. El frío es menos intenso. El hielo maldito de la noche anterior se derritió y no regresó. Ahora, en vez de cien, son más de trescientas las personas que han decidido participar en una reunión en la Municipalidad de Mansfield, que está pegada a Storrs. En la sala no quedan sillas vacías. Está el alcalde y el consejo deliberante. Vienen todos a participar en la discusión del tema del día: declarar al pueblo como un santuario para los migrantes sin papeles. Esto significa negarle colaboración al gobierno federal en caso de que soliciten apoyo para lanzar una cacería de inmigrantes. Hay una lista larga de oradores y cada uno tendrá unos minutos para hablar. Son todos vecinos. Antes de tomar la palabra, tienen que decir su dirección.
Habla, por ejemplo, una mujer que es descendiente de refugiados que huyeron del Holocausto. “En honor a mi abuela, cuyo nombre llevo, es importante hacer este gesto moral”, dice. Le sigue otra oradora, una maestra. Cuenta entre lágrimas que la policía migratoria se ha llevado a dos estudiantes de su clase. “Estados Unidos es una nación de inmigrantes”, afirma sollozante otra mujer. “Los que vinieron aquí ilegalmente no la tuvieron fácil tampoco, separados de sus familias”, agrega. Otro hombre acota: “Como persona de color, yo sé lo que significa ser el otro”.
Para Verónica Herrera, una pro- fesora argentina de la Universidad de Connecticut, este tema es también personal. Con la voz cortada, dice: “Crecí en una casa bilingüe, con padres que hablaban inglés limitado y no entendían el sistema educativo de los Estados Unidos. Mis padres tuvieron la suerte de poder venir aquí con una visa estudiantil y eventualmente pudieron solicitar residencia permanente. Todo esto ocurrió mientras yo era muy chica y no conocía mi propio estatus migratorio. Recuerdo los tiempos en que mis padres buscaban extensiones de la visa, luego la residencia permanente y, finalmente, la ciudadanía, como especialmente estresantes y emocionalmente difíciles. Fueron una de las pocas veces que he visto llorar a mi padre”.
Trump detesta este movimiento de ciudades santuario, que existe en grandes metrópolis como Nueva York o San Francisco y en pueblos como el de Verónica Herrera. Ya amenazó con retirarles financiamiento. Así y todo, MansfieldStorrs votó 5 a 2 a favor de ser santuario. Resiste.