LA LLEGADA DE TRUMP AL PODER DESPERTO UNA OLA DE MARCHAS Y ASAMBLEAS EN TODO EE.UU.
En el punto más álgido del invierno, anochece bien temprano en Connecticut. La nieve que se había derretido por la mañana, se ha transformado en hielo, y es muy fácil patinarse o quedar encallado con el auto. Pero en la casa de Glenn Mitoma, en el pueblo de Storrs, que está entre Boston y Nueva York, hay un ambiente asambleario que hierve. La gente, que entra con las camperas y gorros de lana puestos, enseguida se los tiene que sacar. Nadie sospechaba que en el lugar –una casona hermosa del siglo XIX– se irían a encontrar todos con todos: los padres con los maestros de sus hijos, la doctora con sus pacientes y así. Parece que el pueblo entero ha venido. Todos quieren expresarse el desconcierto sobre los Estados Unidos que ya no conocen. Ese es el país de Donald Trump.
Siguiendo con el espíritu de la Marcha de las Mujeres, esa que sacudió al país entero el 21 de enero, justo el día después de la asunción de Trump, la gen- te en los Estados Unidos se quedó con ganas de seguir hablando y mostrando su estupor por la situación política. Y también de pensar una estrategia sobre qué hacer al respecto. En este caso, Mitoma, un profesor de la Universidad de Connecticut, hizo una convocatoria por Facebook junto a otros profesores. Pensaban que iban a ser como mucho veinte. Pero son casi cien. Los salones señoriales de la casa están abarrotados y los nachos con salsa que habían colocado sobre la mesa quedaron cortos. Hay clima de indignación, pero también satisfacción por saber que no están solos en sus casas con los brazos cruzados. Acaso esto sea el inicio de algo.
“Quiero que siga el movimiento”, expresa una mujer. “Soy de Alemania, me preocupa que se repita la historia”, cuenta un hombre. “Mi esposa es de Arabia Saudita y la prohibición contra los musulmanes pegó fuerte en mi casa”, agrega otro señor. “Quiero mantener la Constitución en acción”, afirma una ginecóloga. “Tomará años restaurar el daño que está causando”, apunta un profesor.
La idea de “resistencia” crece en aquellos sectores de la sociedad que han quedado descorazonados con el triunfo de Trump. Lo que sucede en Storrs se reproduce literalmente en todos los rincones del país, aún en estados en donde ganó el desarrollador millonario de Manhattan. Por ejemplo: los teléfonos de los senadores y miembros de la Cámara de Representanes hierven de llamadas de indignación; las asambleas que periódicamente convocan los ocupantes del Congreso para ver a sus votantes se han convertido en batallas campales; hay manifestaciones frente a sus oficinas, no sólo en las de los republicanos sino también en las de los demócratas.
Hay genuino desvelo por la nueva normalidad que ha establecido el actual residente de la Casa Blanca: esa en la que la verdad no importa, en la que se humilla a la prensa, donde los conflictos de intereses no se ven resueltos y en la que parece haberse cruzado sin vuelta atrás la frontera del escándalo.
Vanessa Wruble, una de las organizadoras de la Marcha de las Mujeres, me
explica en Manhattan qué es lo que movilizó a tanta gente a participar. El sol del mediodía entra por la ventana y le ilumina el rostro. Ella dice: “Por primera vez sentí visceralmente cuán grande era el peligro por ser mujer”. Hay que recordar que, durante la campaña, se difundió una grabación en la que Trump confesaba que no podía resistirse a los genitales de las mujeres bellas. Aunque haya ganado las elecciones por obra y gracia del sistema de Colegio Electoral, esa voz sigue resonando. “Antes me sentía a salvo aunque no fuera así para una mujer negra o hispana. Como una mujer blanca, tenía un sentido de seguridad.”
La misma noche del triunfo de Trump, los foros de Facebook se convirtieron en la primera instancia de organización de lo que fue esa marcha, que llenó Washington, grandes ciudades en todos los Estados Unidos y hasta pequeños pueblos. Ese fue el momento del parto de la “resistencia”, que ahora continúa mutando en diferentes formas, con una agenda aún indefinida, desperdigada en muchas preocupaciones di- ferentes que van desde la migración indocumentada a la posible persecución de musulmanes; el cambio climático y el derecho reproductivo de las mujeres o la diversidad sexual; el riesgo de la educación pública... “La Marcha de las mujeres encendió un movimiento que provocará transformaciones”, asegura Vanessa.
Trump lleva apenas un trimestre en el Salón Oval, rodeado de las cortinas doradas que se hizo colocar. Pero a pesar de que su gobierno está aún en pañales, el país atraviesa la mayor ola de indignación desde los años ‘60 y ‘70, cuando enviaba conscriptos a Vietnam para combatir en una guerra inexplicable. Con una diferencia: entonces, eran mayormente los jóvenes los que protestaban. Ahora son ciudadanos de todas las edades. Y gente que nunca tuvo una concreta participación política más allá del voto, se está convirtiendo en activista. Los jóvenes apáticos, que hasta hace unos meses jamás fueron a una marcha, ahora quieren protestar. De repente, la política es cool otra vez.
Y curiosamente, los liberales (ojo: en los Estados Unidos el término liberal se aplica a la centroizquierda y no a la derecha, como en la Argentina) están aprendiendo una lección dejada por los sectores más reaccionarios de la sociedad durante el gobierno de Obama, que se constituyeron en el llamado Tea Party. Ellos, empezando por la acción local, lograron transformar el color del Congreso, y eventualmente, pudieron capturar la presidencia del país.
Acción y reacción. El movimiento de la resistencia no tiene una única consigna o una estrategia clara, pero es un hecho. Por ahora, me explican estudiantes de la Universidad de Connecticut, se trata de una política de respuesta frente a hechos consumados. “La mayor parte del activismo parece ser de reacción. La gente se moviliza en menos de 24 horas para responder, por ejemplo, a la prohibición contra siete países musulmanes, saliendo a protestar a los aeropuertos”, cuenta Drew Pett, que cursa Matemáticas, Economía y Derechos Humanos. “Esperemos que esta lucha continúe, y que la gente empiece a unificar las causas por la que se moviliza”, dice.
Sin embargo, esto no le quita a la gente determinación. Doug Kaufman es un profesor de Educación. Enseña a los chicos, por ejemplo, a escribir como los escritores. El siempre se enorgulleció de haber votado en todas las elecciones (en los Estados Unidos, el sufragio no es obligatorio), y con eso, su conciencia cívica estaba satisfecha. El año pasado, empezó a detectar que Trump podría ser el ganador, lo que lo inquietaba. De repente, no conocía a su propio país. Cada grupo poblacional parecía vivir como en una burbuja. Ahora, con la realidad quemándole la vista, está dispuesto a hacer todo para cambiarla.
“Desde las elecciones, me prometí hacer –por lo menos– una acción por día para promover la democracia de alguna manera. Hoy, por ejemplo, llamé al representante de mi distrito para quejarme de los miembros del gabinete”, dice. Doug ahora también dona más dinero que antes a causas políticas y ONG’s. “Los demócratas han hecho un trabajo muy pobre. Y creo que un poco tiene que ver con la arrogancia”, afirma.
El movimiento de resistencia no sólo tiene como objetivo limitar el daño que pueda hacer Trump, sino también recordarle al partido demócrata cuál es su papel en esto momento crítico de la historia. Y, en lo inmediato, empezar a jugar fuerte en las elecciones que se vienen. Por ejemplo, hay algunas bancas que se abren a elecciones especiales, porque quienes las ocupan van a integrar el gabinete del presidente. Esa es la primera gran prueba antes de las elecciones de 2018, en las que se renueva el Congreso. Ese será el momento en que quedará demostrado quién fue más fuerte.
Compromiso. Cuando le pregunto a todos si el objetivo es hacerle un juicio político al presidente, responden de manera más o menos igual: por más que les disguste enormemente su figura, su retórica y su política, no hay nadie en la cadena de sucesión que los entusiasme. Antes, prefieren “convencer” a los vo-