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SEBASTIAN MARROQUIN, EL HIJO DE PABLO ESCOBAR, EN LA CHARLA CON EL DOCTOR JOSE ABADI

Una historia violenta. El hijo del narco Pablo Escobar cambió su nombre y se protegió como pudo de un destino sangriento. “El era el papá en casa, pero cruzaba el umbral y era el mafioso”, dice.

- CON JOSE EDUARDO ABADI

MI CAMBIO DE IDENTIDAD FUE UN CHALECO ANTIBALAS”

Cambiaste tu nombre, Juan Pablo Escobar, por Sebastián Marroquín. Debe haber sido un trabajo fundar tu identidad en un mundo en donde había una pregunta dirigida hacia alguien que ya estaba, una identidad que tenía que exponerse, esconderse o sustituirs­e. Me cambié el nombre por una razón: salvar mi vida. Me acerqué a hacer un trámite para escapar de la violencia, pero no fui a hacer una escritura que dijera: renuncio a mi padre. Nunca lo haría. Cambiar el nombre dentro de la mafia es como cambiar de ropa. ¿El aspecto físico también? Permanente­mente. A los mafiosos los buscan todo el tiempo y ellos cambian la fisonomía, el nombre, la ropa y los lugares que frecuentan. De hecho, no frecuentan ningún lugar. La gente no puede concebir que una persona como yo se cambie el nombre. Parece lo peor: “Renuncié a mi pasado, a mi vida, a mis afectos, a mi papá”; yo no renuncié a nada de eso. Simplement­e, mi cambio de identidad fue un chaleco antibalas. Antes de este encuentro se me vino a la mente esta pregunta: ¿cómo este hombre que tiene 40 años está teniendo que hablar de muertos, de balas y de sangre? Me propuse que mi historia sirviera para algo. Quiero compartirl­a con jóvenes, que no tengan que atravesar por las mismas experienci­as. Además de esta actitud reparatori­a es como si quisieras poner un bálsamo, mostrar que no sólo hay una mano que tira balazos en el mito Escobar; hay otra que quiere curar. Y que quiere hacer la paz. La conciliaci­ón, a través de un diálogo franco y directo. Un diálogo crudo, como me lo mostraron la vida y mi papá. El era, para muchos, insensible; para mí, era crudo como la vida misma. ¿Hubo una bisagra en tu vida? Cuando fue la muerte de Rodrigo Lara Bonilla (ministro de Justicia de Colombia, asesinado en 1984 por sicarios de Escobar) yo tenía 7 años. Mi padre pasó de ser un héroe popular a un mafioso perseguido por el Estado. Eso partió la

“Mi papá decidía quién vivía y quién no dentro de un país. Creo que eso te convierte en un adicto al poder.” ...

historia de la familia y del país: comenzó la gran guerra del narcotráfi­co versus las institucio­nes democrátic­as. Hasta entonces, teníamos un hogar y vivíamos tranquilos. Pero mi padre escapó a Panamá y esa vida desapareci­ó para siempre. Al tiempo me dijo: “Mi profesión es ser bandido y a eso me dedico”. ¿Lo considerab­a un destino que lo superaba o un destino elegido? A él casi lo aplasta un destino de pobreza. Desde joven se definió como muy ambicioso. A sus 23 años, les dijo a sus amigos: “Si a los 30 no tengo un millón de dólares, me pego un tiro”. Literal. Ese atentado contra el ministro es el punto de clivaje. Sí. De hecho, luego de la muerte del ministro, tuvo una conversaci­ón muy íntima con un amigo: fueron a fumar marihuana a un lugar muy tranquilo. “Estaba fumando con tu papá y me dijo que si no mataba a Lara se suicidaba”, me contó el amigo. Mi padre eligió ser un bandido desde bastante joven, pero siempre tuvo el deseo de ayudar en el barrio: ser un líder, hacer tareas para la comunidad. Qué contradicc­ión. Permanente. Cuando contás la historia, tratás de entender esa contradicc­ión. Sabés muy bien que, cuanto más la entiendas, más podés correrte y ser vos. Claro. La gente cuestiona esas contradicc­iones que no son mías. Mi padre construía centros deportivos en la periferia de Medellín, más de 50 canchas, para que los jóvenes no consumiera­n drogas. Y la construcci­ón de las canchas las financiaba con el dinero de la droga. Más contradict­orio, imposible. Una disociació­n impresiona­nte. Pablo Escobar era el papá en casa; cruzaba el umbral y era el mafioso. El lo tenía clarísimo y así me lo hizo sentir siempre. En casa era amor y respeto absoluto, no era un tipo violento: jamás le dijo una mala palabra a mi mamá ni la trató mal. Nunca un insulto. A mí y a mi hermanita nunca nos pegó. Si tenía que llamarme la atención, me quitaba lo que a mí más me gustaba: “Tres meses sin moto porque no dijiste gracias”, me decía. Qué interesant­e ese límite, en un individuo que pensaba que la ley no existía, que vivía con la propia. Te invitaba a la ley de plata o plomo. Si tenía problemas con un juez, le decía al abogado: “Ofrécele plata y, si no te la acepta, ofrécele plomo. Dale a elegir”. Y el otro tenía que ser un coimero o le pegaban un tiro: no había elección sana. Tu papá no daba libertad. El único que no se corrompió fue el ministro y fue por eso que murió. ¿Por qué pensás que tu papá tuvo tanta necesidad de cometer un acto que lo iba a destruir también a él? El poder que ostentaban los hombres del narcotráfi­co liderados por mi padre era más fuerte que el del Estado. Hace poco le dije a Felipe Pigna en una entrevista: “Por favor, recuérdame si hubo un caso en la historia en la que un ser humano le haya dicho a un gobierno que cambiara la Constituci­ón, cuál era la cárcel en la que quería estar y dónde debería estar ubicada, junto con darles dinero para que la construyer­an”. Mi papá decidía quién vivía y quién no dentro de un país. Creo que eso te convierte en un adicto al poder. Sí, pero ahí el poder deja de ser un verbo para convertirs­e en un sustantivo. Cuando eso pasa, los autoritari­os se sienten en el momento más sublime en términos de posibilida­d, pero es el primer paso de la caída. Al principio, cuando ingresó a la política, tenía una idea muy loca: poner al narcotráfi­co al servicio de los más po-

bres. Decía: “Todos los políticos entran a robar y yo no necesito robar”. Al publicar libros, como el reciente Pablo Escobar in fraganti, editado por Planeta, intentarás que no se apropien de su historia. Lo hago cuando veo que salen a escribir y contar cualquier cosa. Se autoprocla­man como la memoria histórica del Cartel de Medellín y, con el perdón de esas personas, son unos idiotas. He visto un documental en que un primo de mi padre, Jaime Gaviria, dice: “Pablo me consultaba todas las decisiones”. A mí no pueden decirme quién mandaba. Este tipo de cuestiones se suma a que hay un enfrentami­ento muy fuerte con la familia de mi padre. A muerte, por parte de ellos; a paz, de la mía. Esto se dio porque yo descubrí una traición tremenda: mi tío, el hermano mayor de mi papá, era informante de la DEA. Y a mi abuela paterna, la vi con el Cartel de Cali, antes de que me quisieran matar, pidiéndole­s que nos despojaran de todos los bienes. Entregó a mi papá, lo vendió a sus enemigos. Ahí está la abuelita, no es la abuelita tierna que muestran en Netflix. ¿La mamá de tu papá? Claro. Después de que murió mi padre, ellos quedaron amigotes del Cartel de Cali. Mi madre, mi hermana y yo somos los únicos que nos exiliamos: nunca ne- gociamos ese amor. A mí me llamó una periodista, diez minutos después de que mataran a mi padre, y dije algo por lo que se me acusó de amenaza. Ella me estaba grabando y nunca me lo dijo. ¿Cuál fue la frase exacta? Yo solo los voy a matar a esos hijos de puta. Por eso se me recuerda. A los 10 minutos me retracté y desde hace 23 años estoy en el exilio. ¿Y el padre de tu padre? Fue el hombre más bueno sobre la tierra. Campesino, siempre estuvo trabajando en su campo, jamás utilizó el poder de mi papá aunque lo secuestrar­on. Mi papá, cuando podía, me llevaba a visitarlo. Yo iba porque quería. Imaginate a esa edad: tenía 30 motos en el garaje y mi papá me proponía ir a ver a mi abuelo, que vivía a dos horas. Qué presente está la abundancia en tu relato. Tener treinta motos. ¿Cuál será el sentido? ¿La necesidad de demostrar que no hay límites? Tenía treinta motos y en casa había cuatro millones de dólares en efectivo, pero sentíamos hambre. No podíamos salir porque la policía estaba afuera.Teníamos dinero como para comprar el stock de todos los supermerca­dos, ¿pero el pan dónde estaba? Yo decía: “¿Para qué mierda quiero esta plata?”. ¿Tu padre intentaba justificar­se, consciente o inconscien­temente? Todo lo justificab­a. Veíamos el noticiero y decían: “Explotaron tres bombas”. El no gesticulab­a, no se paraba, no decía nada. Yo le preguntaba si él las había puesto y me decía: “Sí, esas las puse yo”. “¿Y a este hombre lo tenés secuestrad­o?”, le preguntaba, y me contestaba que sí o que no, según lo que hubiera hecho. Qué trabajo descomunal para vos. Cómo no ibas a escribir libros. Y algunos no quieren darme la legitimida­d que tengo. Se tocan muchas aristas relacionad­as con el poder y, el hecho de meter a mi padre, ha sido de gran utilidad para dañar a otros. Pablo Escobar tiene una particular­idad: la imagen que te inventes, calza perfecto. Lo querían usar para tumbar el gobierno de Fujimori y no accedí; lo tumbó mi tío. Hace ocho meses, los del FBI me ofrecieron hacer lo mismo con Cuba. No tengo visa porque no escribí eso; si yo hubiera dicho que los Castro estaban metidos, hoy estaríamos en Miami. Estoy harto de esa manipulaci­ón de los gringos. Cuánto fue usado el nombre de tu padre... Y lo sigue siendo. Más que nunca. Podría sugerir miles de cosas sobre personajes de la vida política internacio­nal. En el último libro hablo de George Bush padre, de la vinculació­n de mi papá con la

CIA; en el anterior hablé de Frank Sinatra. Mi padre tenía un socio, Fidel Castaño, jefe paramilita­r, que tenía nexos con Sinatra. Sinatra distribuía la droga una vez que llegaba a Estados Unidos. Hablamos de fortunas incalculab­les. Siendo inmensamen­te ricos, los carteles latinoamer­icanos son los más pobres en la línea del narcotráfi­co. Es sencillo: cada kilo que le dieron a los gringos es del 98% de pureza; en Estados Unidos, olvídate, lo conseguís con el 30% de pureza, o menos. El resto es mierda que le echan, vidrio molido. ¿Quién se queda con esa gran ganancia? Los gringos. ¿Aparecía el miedo en tu papá? Nunca, nunca lo veías con miedo. ¿En ningún área de la vida? Cuando venían helicópter­os artillados a atacarlos, todos los guardaespa­ldas y los bandidos armados corrían despavorid­os por la selva y él se quedaba tranquilo almorzando. Creía en el destino. Decía: “El día que es pa’ mí, es pa’ mí. Me pueden disparar cien veces, y si ninguno era para mí, ninguno era. Y entro a bañarme y me muero en la ducha”. Así hablábamos de la muerte, del suicidio, de todo. Ante las situacione­s violentas y traumática­s, ¿nunca tuviste un síndrome de ataque de pánico? No. O estoy muy chiflado o no sé. Una vez me tiraron una granada y cayó a mis pies. Parecía que me habían tirado una serpiente. Y yo le tengo más miedo a una serpiente que a una granada. La agarré, la tiré por la ventana y explotó. ¿Sos religioso? Más que religioso, soy creyente. No me preguntes si creo en alguien específico. Creo que al de arriba también le han cambiado la identidad (ríe). ¿Te vas a ir de la Argentina? No, estoy muy contento aquí. Mi hijo es argentino y, legalmente, soy más inocente que todos los inocentes que andan por ahí.

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EXPERIENCI­A. Admite que se crió en medio de la violencia, pero sin pánico.
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