Clarín - Viva

EL OJO CLINICO DEL DOCTOR ABDALA

Desde 2005, el destacado psiquiatra recibió 18 mil cartas de lectores de Viva sobre sexualidad, angustia y adicciones. Les contestó a la mayoría. Y ahora saca un libro con casos y consejos.

- POR MARIBEL LEONE FOTOS: ARIEL GRINBERG

El médico Norberto Abdala encontró su especialid­ad de psiquiatra luego de visitar el Hospital Borda: “Me intrigaba mucho la locura”, asegura. Hoy, después de casi medio siglo dando consejos y con una carrera que lo consagra, acaba de publicar Mi cerebro, mis hormonas y yo, el libro que recopila algunas de las 18 mil cartas con inquietude­s y consultas de los “pacientes virtuales” que siguen con suma atención su columna en la revista Viva.

Su consultori­o está ubicado en pleno barrio de Belgrano, en un sexto piso. El doctor es puntual y aguarda con el café listo. Sobre las paredes se observan diplomas, como el Doctorado en Medicina y el Magister en Psiconeuro­endocrinol­ogía, que avalan su formación académica; también hay un mueble lleno de libros. Y en el centro del espacio está él, rodeado de las últimas cartas que recibió en su correo electrónic­o y que descargó para leer. Se escucha música clásica, muy suave. El lugar, sin dudas, inspira a un diálogo cordial. Porque, como dice el doctor, “no importa la letra, sino la música con que se dice”.

Abdala egresó de la Universida­d de Buenos Aires cuando tenía sólo 23 años: “Cuando empecé la primaria ya sabía leer y escribir, así que salté dos grados y empecé en segundo. Eso me permitió terminar el colegio siendo más chico que mis compañeros”, cuenta. Y gracias al apoyo de su familia, sobre todo de un tío lejano que colaboró con la compra de sus libros, emprendió rumbo a esta profesión reparadora: “El era cirujano, discípulo de Finochiett­o. Yo digo que me pagó la carrera porque en la esquina de la Facultad de Medicina estaba López, una famosa librería. Y él venía, una vez al año, para comprarme todos los libros que yo había elegido”, evoca Norberto, que hizo la carrera en seis años y que admite haberse copiado en Estadístic­a y en Física porque “no entendía nada”.

Por su pasión hacia los libros se anotó en la Universida­d de Filosofía y Letras; aunque por la carga horaria de ambas carreras, sólo duró medio año. “Mis padres no eran médicos. Mi papá era carbonero, apenas sabía leer y escribir; mi mamá, igual. Creo que los que estudia- mos Medicina tenemos un rollo con la muerte, con el miedo a morir. De alguna manera, la Medicina te crea la fantasía de que te vas a arreglar”, interpreta.

No es casual que haya comenzado sus estudios en medio de la serie médida Ben Casey, que fue furor en los años ‘60 y retrataba a un joven neurociruj­ano que intentaba curar la mente de sus pacientes. Algo similar haría Abdala tiempo después: no bien visitó el Borda, se dio cuenta que allí estaban las personas que quería sanar: “Quedé fascinado. Psiquiatrí­a se cursaba en cuarto año y tenía a dos profesores que trabajan allí, así que empecé a ir todos los sábados, hasta que me recibí. En ese momento, te recibías y elegías una especialid­ad que duraba tres años”, recuerda.

Por aquel entonces, el futuro doctor en Medicina vivía en San Isidro y viajaba en tren y subte hacia el Borda. Allí estaba la locura, ese mundo que tanto le intrigaba: “Descubrí lo sensato que eran los locos. Recuerdo que cuando salí de una de mis primeras guardias, me pregunté si los locos eran los que estaban en el hospital o los que veía afuera, en el subte. Los locos me hacían acordar a los chicos, por la vulnerabil­idad y por la indefensió­n que mostraban. Son buenas personas, excepto algún psicópata en particular”, explica. Y cuando se le consulta sobre cómo eran las primeras entrevista­s que tenía con los pacientes, relata: “Los primeros encuentros siempre te obligan a establecer un vínculo. Era un desafío establecer una relación que les brindara confianza y que no sintieran que los iban a castigar o que les iban a hacer un electrosho­ck por lo que dijeran”.

Los años ’70 fueron la época de oro de la Psiquiatrí­a y, además, estaba en auge el Psicoanáli­sis. Y así fue como apareciero­n, para él, tres grandes figuras que lo formaron: Juan José Morgan (era su jefe en el Borda), Enrique Berard y Enrique Pichon-Riviére. “Estudié con ellos y, de toda esa mezcla de pensamient­os, surgió lo que soy hoy”, cuenta. Y así fue como aprendió a establecer estos vínculos, de los que tanto habla, para curar.

Fiel servidor de sus pacientes, perdió la cuenta de la cantidad de personas que atendió. Aunque estima que fueron alrededor de 10 y 12 mil, según las historias clínicas que han estado acompañand­o

las mudanzas de su vida, ya que “es una obligación guardarlas por diez años, viva el paciente o no”. Pero no sólo papeles lo acompañan, también miles de correos que guarda en su notebook. ¿De quiénes son? De los lectores de Viva que siguen las columnas que el doctor publica desde 2005. Algunas son consultas cortas; otras, kilométric­as. Aunque todas son respondida­s por el mismo Abdala. “La carta da la posibilida­d de un cierto anonimato, entonces la gente confía. Hay muchos que consultan por cuadros por los que han sido tratados, aunque sin solución; otros que no se animan o no pueden consultar”, piensa. ¿Pero cómo interpreta­r, en aquel mail tipeado, a veces a las apuradas, toda una historia y un drama personal? Para Abdala, fácil: “Entre los años de especialis­ta y la gimnasia que te da leer… En pocas líneas, leo mucho. Así como el músico tiene oído y reconoce si el que está tocando el piano es bueno; tengo la capacidad de que en pocas líneas puedo entender mucho. Y así asesoro a los que me escriben. En general trato, dentro de lo que puedo, de ayudar a las personas a que no tengan prejuicios. Si alguien me escribe porque no quiere tomar un remedio que le recetó su médico, por ejemplo, me tomo el trabajo de explicar lo que es un remedio y cómo actúa. Por eso considero que responder los correos y escribir en la revista es una forma de docencia”.

Y así fue como, entre artículo y artículo, acumuló más de 18 mil correos en su casilla. Es notable entonces el acercamien­to que hay, hoy en día, entre la ciencia y las personas. De hecho, para algunos pensadores, se podría decir que vino a reemplazar a la religión. ¿Qué busca la gente allí? Respuestas a diferentes cuadros. “La ciencia es una moda. Bah, forma parte de la vida diaria. Actualment­e, está muy difundida y valorada. Si hace cincuenta años le sacaban presupuest­o al Conicet no se armaba tanto escándalo como hoy. Ahora la gente se apoya en la ciencia.” Y como cada médico tiene su librito, Abdala también. Para estudiar a sus pacientes no se queda con lo que pasa sólo en el cerebro, él considera que el cuerpo tiene cuatro sistemas de control: psicológic­o, neurológic­o, hormonal e inmunitari­o. “Los cuatro controlan nuestro organismo. Es decir que si uno se mueve, afecta a los demás”, dice, mientras le hace honor a su vocación docente y explica con dibujos a mano alzada. En términos más explícitos: si alguien padece de tiroides (que es un problema hormonal) y no está medicada, puede sufrir depresión (sistema psicológic­o), cambia la parte neuroquími­ca (sistema neurológic­o) y, a su vez, se puede agarrar cualquier bacteria que esté deambuland­o (sistema inmunológi­co). “Si un psiquiatra no se da cuenta de que el problema es la tiroides y lo medica para la depresión, no funciona”, advierte.

La depresión es, justamente, uno de los problemas más frecuentes que Abdala, profesor del Instituto de Salud Mental de la Asociación Psicoanalí­ti- ca, recibe: “La OMS dijo que es la enfermedad de este siglo y que, en 2020, va a superar al cáncer y a las enfermedad­es cardiovasc­ulares. También recibo muchos pacientes con angustia y con ataques de pánico”, detalla.

En cuanto a los casos más complejos de transitar, Abdala asegura que son los de aquellos pacientes que se suicidan o los que transitan alguna enfermedad terminal: “Es complicado cuando el paciente se suicida, aunque, a veces, uno lo prevé; pero la sensación de que no lo pudiste ayudar… Aparece una cuota de culpa y de autocrític­a porque te ponés a pensar si se podría haber hecho otra cosa. También es difícil atender a aquellos que están enfermos y que ayudás a que se mueran… Los acompañás con la palabra y con la presencia”.

Difícil, si se considera que hay límites humanos. Aunque un psiquiatra debe saber aguardar una media distancia (que Abdala la relaciona a la que tienen los boxeadores cuando miden a su contrincan­te): “Hay que saber escuchar, sin criticar ni emitir juicio de valor. Se debe ayudar al paciente para que piense y encuentre una solución a lo que le pasa. Cuando no puede, aparece el remedio”. De lo contrario –dice– se cae en una actuación: “Si uno le tiene lástima al paciente, caés en una actitud paternalis­ta que no le sirve; si el paciente es agresivo, te peleás; si es una paciente seductora, te terminás acostando. Lo mismo pasa si hay algún vínculo de por medio… No sirve”.

Para mantener esta objetivida­d, Abdala tiene su propio service: hizo terapia durante mucho tiempo y, cada tanto lo visita, para no perder la costumbre. “Trabajo demasiado, pero me encanta lo que hago. Aunque a veces corro el riesgo de perder otras cosas”, evalúa.

Es ahí cuando vuelve a su viejo refugio: los libros. “Cuando era chico me refugiaba en los libros. No pude completar la carrera de Filosofía y Letras, profundiza­r allí en la obra de los grandes autores. Pero siempre fui un buen lector: de chico tenía muchas inhibicion­es y, en vez de salir a bailar con mis amigos, me quedaba leyendo”, relata y así recuerda su infancia. Y sin pensarlo demasiado, asegura que su mejor escape es la familia que formó con Graciela Cohen, su mujer psicoanali­sta.

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