“Darle una mano al otro, te ayuda a crecer”
Luis Condori está orgulloso de su auto nuevo, que le costó más de cinco años de trabajo. Impecable y reluciente, lo estaciona en la puerta del mismo edificio de Barracas al que entró por primera vez en 2010 buscando orientación y un empujón que lo ayudara a concretar un futuro que, hasta ahí, era una gran nebulosa. Luis tiene 24 años, vive en la Villa 31 de Retiro junto con su hermano menor y sus padres, y trabaja de encargado en el área de ventas de una empresa de telefonía móvil. Es uno de los casos que más enorgullecen a la Fundación Forge, una organización sin fines de lucro que trabaja para facilitar el acceso laboral de calidad a chicos de escasos recursos en América Latina. Los caminos se cruzaron cuando un representante de la Fundación fue a dar una charla al colegio de Luis: habló sobre los programas que tenían de capacitación laboral y de desarrollo de carreras profesionales. Esas palabras hicieron clic en una cabeza que ya venía preguntándose cómo seguir después del colegio, qué estudiar, cómo lograr todos los planes que tenía. Muy tímidamente se acercó a la sede de Forge. “Me traía los zapatos y la camisa en la mochila para cambiarme porque era un tema salir de casa vestido así. Los pibes del barrio me decían ‘Eh, ¿quién te crees que sos?’. Había mucho bullying, pero nunca me dejé influenciar. Esto que hago no es para ellos, es para mí”, decía. Luis sigue en contacto con la fundación Forge. Hace poco grabó un spot promocional y siempre está dispuesto a acercarse a contarle su historia a los chicos que, como él alguna vez, llegan al edificio de Barracas. “Acá me inculcaron que ayudar al otro te ayuda a crecer. Lo que das, te va a volver”, dice y repite, seguro de su modelo. Agradecido. dos en la sede de la pastoral universitaria del barrio de Recoleta. La mayoría de ellos ronda los veintipico, casi ninguno pasa los 30 años. Son las 20:50, acaba de terminar la tradicional misa de cada lunes y todos se preparan con sus viandas para ir a la calle a realizar la misión pastoral de cada semana, dos horas en las que salen al encuentro de personas en situación de calle para llevar una bebida caliente, algo de comer y entablar un poco de charla. Prestarles un oído atento, escuchar cómo están. Arturo Heredia, de 29, lleva seis años haciendo este mismo recorrido. Guía a un grupo de cuatro voluntarios que, a las 21, sale por Riobamba y se mete de lleno en una Ciudad que ya bajó sus persianas y se está guardando para cenar e irse a dormir. Busca a quienes no tienen dónde protegerse de la tormenta que amenaza.
El currículum de Heredia dice que es paleontólogo, profesor adjunto de la UBA e investigador del Conicet, pero eso es tan solo una parte de lo que hace. No cuenta que da clases de apoyo todos los sábados en el barrio Ramón Carrillo de Villa Soldati. O que es skater y salió en varias revistas especializadas haciendo trucos por las calles de Buenos Aires, Rosario, su Bariloche natal o Los Angeles, California, la meca de ese deporte. Tampoco dice del compromiso que tiene con las rondas de los lunes, a las que asiste religiosamente haga frío, llueva o cumpla años algún amigo. “Es un compromiso que tengo con muchas personas, con Dios, con mis compañeros de grupo, con la gente que está en la calle y conmigo mismo. No es una obligación, es una cuestión de fe”, afirma Arturo.
Viva lo acompañó en una recorrida por esas historias de la calle. Por la de Daniel, que era optimista por una pensión por discapacidad que estaba por salir. O la de Raúl y su inseparable perro negro, por quién llegó a recorrer media Capital la única vez que se desencontraron. Pero también la silenciosa soledad de Guillermo o la angustia de Cristian, que hacía apenas unos meses que se había quedado sin techo.
Salir al encuentro
Diego Bustamante tiene 33 años y es un convencido de que el recurso más importante que tiene el país es su gente; y experiencia de campo no le falta. Nació en una familia de siete hermanos, en Recoleta, terminó la carrera de Técnico Agropecuario en Entre Ríos, misionó en Santiago del Estero y en Chaco, y encontró que el lugar donde más se lo necesitaba era en Yacuy, una comunidad guaraní ubicada en Salta, a 14 kilómetros de Tartagal. Siempre encontró gente buena, pero también conoció desigualdades extremas y situaciones de vulnerabilidad a las que no podía ser indiferente. Por eso, cuando sintió que ir a misionar durante un tiempo y volver a su casa ya no era suficiente, decidió entregarse de lleno y hacer de su vida una misión constante.
Se mudó al norte de Salta y fundó Pata Pila, una asociación civil que trabaja junto a familias que están en situación de pobreza en la provincia, generando recursos para combatir la desnutrición. “Pata Pila nació en 2015 después de muchos años, junto con unos amigos, de ir a visitar las comunidades originarias de Salta y de generar tantos vínculos. Siempre volvíamos a Buenos Aires con el deseo de quedarnos un poco más, hasta que pensamos en armar una ONG para establecernos en las comunidades y acompañar mejor”, explica Diego.
Pata Pila, que significa pies descalzos en guaraní, trabaja sobre cuatro grandes ejes: desarrollo comunitario, economía social, área social y prevención de la desnutrición infantil. A través de su organización, acompaña a unos 200 chicos con problemas de nutrición, haciendo eje también en la educación de la madre. Para Diego, además, es la concreción de un sueño y de una decisión: la de dedicar la vida a ayudar a los demás. Desde chico siempre había elegido espacios para compartir con gente con necesidades. Los sábados iba al cotolengo, a visitar personas que vivían en la calle o a misionar. “Me di cuenta de que las situaciones de la vida que me hacían feliz ocurrían cuando salía a encontrarme con el otro, con la gente que está al margen de la sociedad, expulsada del sistema”, recuerda.
Un hecho clave lo marcó mientras misionaba con una ONG en Santiago del Estero contra la desnutrición infantil. “Entró una bebita, de Suncho Corrales. Habíamos empezado con el programa y a las dos semanas murió. Nunca había llorado así por alguien que no conocía, nunca sentí tanto dolor ni me angustié tanto. Esa fragilidad me dio la pauta de que estaba dispuesto a entregar mi vida para que no pase nunca más”, dice.