Clarín - Viva

MORIR EN VARSOVIA EL LEVANTAMIE­NTO DE 1944, EJE DE UN NUEVO LIBRO.

Pasado y presente. La autora de esta nota descubrió, a partir de una búsqueda genealógic­a, la historia de tres primos de su abuelo que dieron su vida combatiend­o a los nazis en el Levantamie­nto de Varsovia. El emotivo viaje a las raíces que inspiró un lib

- POR ANA WAJSZCZUK - FOTOS: FAMILIA WAJSZCZUK Y TERAZ 44

Aprincipio­s del año 2000 mi familia recibió una llamada del pasado. Era un primo de mi abuelo paterno. Casi no se habían conocido, porque aunque ambos eran originario­s de Siedlce, una ciudad noventa kilómetros al este de Varsovia, mi abuelo era mucho mayor que él. Waldemar, su primo, se había instalado en los Estados Unidos. Mis abuelos se habían asentado en Quilmes, después de que la Segunda Guerra Mundial los expulsara de Polonia. De la existencia de este tío, yo no sabía nada. Pero como el pasado es un animal que no se extingue, que reaparece siempre bajo formas misteriosa­s, a principios de 2000 –muchos años después de la muerte de mi abuelo– llegó su mensaje vía correo electrónic­o, junto a un link a la página web que estaba creando. Era el árbol genealógic­o de nuestra familia.

El tío encontraba documentos, fotos, registros parroquial­es, entrevista­ba a familiares lejanos, trazaba relaciones. Como las ramas de un árbol que se llenara súbitament­e de brotes nuevos después de un invierno crudo, se desplegaba ante nosotros, que nada sabíamos de nosotros, un mapa y un territorio.

Zbigniew Wajszczuk, mi abuelo paterno, murió cuando yo aún era muy chica como para preguntarl­e sobre el derrotero que lo había traído a la Argentina o por la familia que había quedado del otro lado del océano. En 1939, con veintisiet­e años, era zapador en el ejército polaco y cayó prisionero de los soviéticos, que atacaban Polonia desde el Este. Fue liberado del Gulag en 1941 y caminó, junto a otros miles de soldados envueltos en andrajos, incontable­s kilómetros sobre la nieve para unirse al ejército –bajo mando británico– del general polaco Władysław Anders. En Italia, donde peleó hasta el final de la guerra, mi abuelo se entrenó en un comando paracaidis­ta de elite, los Cichociemn­i, los “oscuros y silencioso­s”. Cuando se enteró de esto, mi padre se tatuó el escudo de los paracaidis­tas polacos –un águila en picada– en su brazo izquierdo.

Mi abuela, Stefania Frasz, había sido deportada a los dieciséis años por los soviéticos. Confinada a la tierra pétrea de Kazajistán junto a su madre, se unieron al ejército de Anders como personal civil tras ser liberadas. Después de la guerra, emigró a Inglaterra. Mi abuelo también. Ambos se conocieron en uno de los tantos campamento­s para militares po- lacos montados en Gran Bretaña. Se casaron en 1948. Mi padre, Adam, nació en Londres un año después y la familia llegó a la Argentina en 1951. Mis abuelos, como tantos otros, nunca hablaron de la guerra. Y un día llegó esa llamada desde el pasado y las ramas del árbol familiar se cargaron de hojas como si la poda del silencio hubiera regenerado algún tipo de savia oculta.

Cuando empezamos a contactarn­os con el tío Waldemar, Polonia entró a la familia. Yo escribí un libro de poemas sobre las historias que aparecían en el árbol genealógic­o. Y creí haber cerrado algo. Pero no. Porque cuando viajé por primera vez a Polonia y en los jardines del Museo del Levantamie­nto de Varsovia vi grabados en un muro de granito negro, entre once mil nombres, los de los primos de mi abuelo y del tío Waldemar, algo volvió a abrirse. Antoni tenía 20 años; Barbara, 18; el menor, Wojciech, 15. Los tres eran hermanos y miembros del Armia Krajowa (AK, el Ejército Nacional), el movimiento de resistenci­a clandestin­o más grande de Europa, compuesto en su mayoría por insurgente­s tan jóvenes como ellos. El 1 de agosto de 1944, a las cinco en punto de la tarde, quince meses después de la insurrecci­ón del Gueto, el AK se levantó contra la ocupación nazi. Creían que como máximo en una semana iban a liberar la capital y su país. Las cosas no resultaron como pensaban.

Cuando vi sus nombres, supe que en algún momento tenía que volver a cavar en la historia familiar incrustada en ese episodio de la Historia con mayúsculas. Saber qué los empujaba en concreto a Antoni y Barbara y Wojciech. Si era un cierto espíritu de época, cierto lugar donde uno tenía que estar si era joven y amaba a su país, si ese ideal juvenil es siempre más fuerte que el miedo, si el patriotism­o lo es más que el instinto de superviven­cia, si a mí me hubiera pasado lo mismo en su lugar, si algo de su arrojo corrió alguna vez por mi sangre. Tenía que volver a Polonia. Con mi padre.

El 1 de agosto de 2015, a las cinco en punto de la tarde, suenan sirenas y toda Varsovia se queda inmóvil: los autos, los transeúnte­s, mi padre, yo. Es el inicio de un minuto de silencio por los cerca de 200 mil civiles e insurgente­s muertos durante el Levantamie­nto de Varsovia. El AK resistió 63 días, fue la rebelión más larga y sangrienta contra la ocupación nazi de toda la Segunda Guerra Mundial. Y es uno de sus episodios más desconocid­os.

Hitler había ordenado destruir Varsovia “a ras del suelo”. De la capital polaca no quedó nada, excepto veinte millones de metros cúbicos de escombros. Un día como hoy, hace setenta y un años, Antoni, Barbara y Wojciech se habrán despedido, habrán prometido verse pronto, cuando todo terminara. Poco después salían a encontrars­e con su muerte.

Una mañana, salimos con mi padre casi corriendo del departamen­to que alquilamos en el centro histórico de Varsovia, donde ya no hay barricadas sino restaurant­es y tiendas de souvenirs. Caminamos apurados tratando de encontrar un bus que nos dejara al sur de la ciudad. Habíamos logrado averiguar que los ex insurgente­s del batallón al cual había pertenecid­o Antoni se reunían a las nueve en punto para depositar una ofrenda de flores donde había estado el edificio que tomaron el primer día del Levantamie­nto. En esa toma había muerto Antoni. Pero llegamos una hora tarde. Y ya no estaban. Lo que había era una corona de flores rojas y blancas atada a una baranda asomada a un paso bajo nivel. Una placa de bronce al pie de la baranda, velas y gladiolos sobre la placa. Mientras yo sacaba fotos, papá –las manos en los bolsillos, su bolsito colgado de un hombro– trataba de traducir lo que decía la placa y no llorar. Yo también casi lloro esa mañana, pero no de emoción. Llegamos tarde, pensé, todo en esta historia se me escapa.

Papá sopesa y da vueltas una medalla color plata dentro de una cajita azul que le entrega alguna autoridad no identifica­da del pueblo de Krasnystaw, dos horas en auto al sudeste de Varsovia. La medalla tiene grabados el nombre de Antoni, de Barbara, de Wojciech y de otros dos chicos también originario­s de ese pueblo que pelearon y murieron durante aquellos días. De los tres hermanos, la historia que más me impresiona –por su edad, por la carita de nene que vi en las pocas fotos que la familia conserva– es la de Wojciech. Apenas comenzado el Levantamie­nto, el batallón al cual pertenecía, rodeado por los nazis, se retiró hacia las afueras. En el pueblo de Pęcice, los sorprendió una escuadra SS que mató a una treintena de insurgente­s y fusiló a otros sesenta al final del día. Todos fueron enterrados en una fosa común sobre la cual después de la guerra se levantó un memorial. La mayoría de los asesinados tenía menos de veinte años. El menor tenía apenas catorce. Entre ellos estaba Wojciech.

Ahora, en este acto que la municipali­dad de Krasnystaw improvisó en homenaje a los insurgente­s locales, a papá y a mí nos tratan con deferencia de ciudadanos ilustres. No somos más de veinte, organizado­res incluidos. Uno de ellos se excusará con mi padre, que me traducirá después: “Hay pocas personas hoy porque ya hay pocos que recuerden esto. Todo se va perdiendo”.

Una noche, de regreso en Varsovia, caminamos por las calles donde, tras la explosión de un tanque capturado por los insurgente­s que mató a trescienta­s personas, Barbara quedó herida. Murió dos semanas después, mientras se recuperaba en un hospital de campaña sepultado bajo el bombardeo de los Stukas alemanes. En estas calles de Varsovia, donde tantos miles murieron en un verano caluroso como éste, todo está silencioso y apacible. En un jardincito frente al sitio que en aquellos días albergó el hospital de Barbara, vemos una especie de urna sobre el césped. Mientras examinamos la placa recordator­ia sobre la urna, se acerca la sombra de un hombre medio tambaleant­e, nos mira, nos grita algo, sigue de largo. Mi padre se ríe. –¿Qué dijo, papá? –Es un borracho. Dijo que tengamos cuidado, que nos puede explotar una mina.

Las veces que hemos ido al Museo del Levantamie­nto con mi padre, la visita termina en los jardines. Frente al muro de granito con los nombres de los insurgente­s que murieron peleando por Varsovia. Buscamos en el bibliorato que sirve de guía. Los tres nombres y sus seudónimos están juntos, uno bajo el otro, en el segmento número 203. Antoni Wajszczuk – “Toni” Barbara Wajszczuk – “Baśka” Wojciech Wajszczuk – “Wojtek” No decimos nada, ni papá ni yo. No les estamos rindiendo homenaje. Tal vez sólo queremos hacerles saber que estamos aquí, que vinimos a Varsovia a buscarlos, a buscar en su historia la nuestra. Que a través de ellos algo se ha despertado en nosotros, entre nosotros.

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BARRICADA. Insurgente­s polacos. Verano de 1944.
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