Clarín - Viva

LA VIDA SECRETA DEL MERCADO CENTRAL -

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La sombra de un castillo anuncia un espacio intrigante en el Mercado Central. ¿ Es posible que entre los árboles se esconda una construcci­ón coronada por torreones? Se asoma el cuidador, Fabián Reina, un boxeador que actuó como sparring de Juan Domingo “Martillo” Roldán en la previa de su pelea con Marvin Hagler por el título mundial. “Bienvenido­s, están en la Chacra Los Tapiales, que perteneció a Francisco Hermógenes Ramos Mejía, don Pancho, uno de los hombres más importante­s de la historia argentina”, suelta Reina a la mandíbula, porque es una sorpresa encontrar un edificio colonial, disimulado entre ombúes y palmeras de más de 200 años, en el ingreso a este centro comercial del que dependen las verdulería­s, los restaurant­es y los supermerca­dos de Buenos Aires.

Reina hace el mantenimie­nto de la casona desde hace cuatro años, suficiente­s para conocer las leyendas que sobrevuela­n este Monumento Histórico Nacional al costado del río de camiones que trae la producción de frutas y hortalizas de todo el país. “Según los relatos, en el patio aparece una mujer rubia, de pelo largo, un tanto despeinado, y un niño sentado en el aljibe, a la hora de la siesta, cuando los espíritus descansan. Yo puedo decir que hay momentos en que los perros aúllan sin explicació­n y que puertas y ventanas se cierran de golpe”, inquieta Reina, mientras se bambolea en el cuadriláte­ro como Adonis Creed, el pupilo de Rocky Balboa. En ese momento de incredulid­ad, en el patio misterioso, sus perros “Rasta” y “Rosita” paran las orejas ante la nada, una palta se estrella contra el piso y una hoja seca se pone a rodar de canto, a contramano del viento.

Reina invita a pasar al interior, donde señala la ubicación de dos túneles secretos que daban escape hacia los monoblocks que están del otro lado de la autopista Ricchieri y hacia Ingeniero Budge. Hay que agacharse, encender la linterna, respirar humedad, correr tierra con lombrices y ver el hueco que indicaba el camino de huida. Habíamos venido a conocer cómo se abastecen los

porteños y bonaerense­s de tomates y lechugas, de dónde vienen las bananas premium y cómo se compone el precio de la remolacha, pero terminamos metidos en un escenario de película.

En la Chacra Los Tapiales se filmó Camila, una historia de amor prohibido durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas entre el cura jesuita Ladislao Gutiérrez (Imanol Arias) y Camila O’Gorman (Susú Pecoraro). Hay una mesa de roble, como la que cobijó a los amantes, una araña, 20 sillas, cortinas de terciopelo rojo y listones de pinotea en el piso, a la orilla de la chimenea.

Como el lugar está en una loma y sólo abre para visitas puntuales, la mayoría de las 600 mil personas que vinieron a hacer las compras este verano pasa de largo, sin descubrir el tesoro que hay a solo metros del monumento a los trabajador­es del lugar, una mano gigante que sostiene un cajón de manzanas.

Ya estamos por ir a las naves de verduras, pero seguimos atrapados por las historias de la casona. De repente se encienden las luces que bordean a un Cristo de tamaño natural, en una habitación con vista a La Matanza. “Aquí durmió la siesta el papa Juan Pablo II”, afirma Reina, en un nuevo uppercut a nuestra curiosidad. La visita fue el 10 de abril de 1987, cuando el Papa polaco y arquero cuestionó la explotació­n laboral y las inequidade­s sociales en una misa ante 300 mil personas. Fue la última vez que un Papa visitó la Argentina.

Reina llegó a pelear en el Luna Park, viene hasta cuando está de franco para alimentar a sus perros, y sueña con devolver el esplendor perdido a este espacio donde don Ramos Mejía sufrió el destierro al que fue condenado por el gobierno de Buenos Aires en 1821 por tratar a los pobladores originario­s con respeto, integrándo­los a sus cultivos, lejos de los prejuicios raciales de la época.

Hambre, sudor y lágrimas. Cuando los volquetes reciben frutas y verduras que descartan los puesteros, porque no las pudieron vender cuando estaban a punto o a días de madurar, aflora una postal desesperad­a: hombres y mujeres jóvenes se zambullen en el contenedor en busca de naranjas, cebollas de verdeo o plantas de lechuga que todavía se

H AY U N A CHACRA ESCONDIDA Q U E PA R E C E UN CASTILLO. ALLI SE FILMO

CAMILA .

puedan comer o vender al menudeo. Tienen que meter sus manos en la tierra que dejan las bolsas de papas, maderas astilladas y olores de descomposi­ción. Con paciencia, limpian en un balde lo que logran salvar, desparrama­n zanahorias en el piso como si fueran naipes y rescatan las que aún sirven. Luego se quedan a un costado, a la espera de nuevos descartes.

En la noche espesa de La Matanza, más de 10 mil personas se mueven en este mercado para dar forma a las distintas operacione­s comerciale­s. Los changarine­s son los que más transpiran: tienen que destripar 700 camiones antes de que amanezca, bajar con el lomo 106 mil toneladas de frutas y verduras al mes, transporta­r esa carga en carri- tos de cuatro ruedas hasta los puestos mayoristas y luego, cuando los verduleros, hoteleros y cocineros top hacen sus compras, volver a empujar esos carros con pedidos específico­s hasta las camionetas que distribuye­n la mercadería por Buenos Aires y alrededore­s.

El lugar es una ciudad dentro de la ciudad: hay cajeros automático­s, un anfiteatro con 800 butacas, estaciones de servicio que ofrecen “un almuerzo o cena gratis, además de duchas” a los camioneros que carguen gasoil “con tarjeta o cheque al día”, un hospital en forma de pirámide con guardia las 24 horas, un laboratori­o para analizar la calidad de los productos, una comisaría y galpones que se aprovechan para filmar series policiales, como Un gallo para Esculapio.

Esos guiones, a veces, se quedan cortos: sólo el año pasado, un policía de la Ciudad de Buenos Aires fue a robar y lo mataron; un trabajador fue asesinado de un cuchillazo durante una pelea entre changarine­s de Lomas de Zamora y de González Catán; y un tiroteo en la nave 4 llevó a la detención de tres ladrones. Es que en el Mercado Central hay plata fresca, en efectivo, porque se paga en el día, a lo sumo por semana, y los 900 puesteros que compran a los productore­s de todo el país y venden en los 18 pabellones manejan un volumen de billetes que no se ve en ninguna otra actividad de la economía.

Esa fama de zona caliente, alimentada por la presencia de patotas de la política en el pasado y barras bravas del

E L Z A PA L L E R O ESTUVO EN M A LV I N A S . Y UN GUARDIA FUE CAMPEÓN ARGENTINO DE JUDO.

fútbol siempre, convierte al lugar en escenario de superviven­cia. La mayoría de los changarine­s son esforzados trabajador­es. Y andan con un cuchillo, porque es una herramient­a que usan para la fruta. Pero cuando se arma lío y se entreveran los corajes, la escena cuchillera se vuelve borgeana.

16 zapallos y un portaavion­es. Alfredo Jakich tenía la vaquillona carneada y la torta decorada porque iba a casarse el 2 de abril de 1982, sin saber que el destino le tenía otros planes. Como electricis­ta, instrument­alista y miembro de la Escuadrill­a Aeronaval Antisubmar­ina, fue embarcado el 26 de marzo en el portaavion­es 25 de Mayo con rumbo sur, sin saber el destino de la misión.

Freddy, nacido en Ceres, provincia de Santa Fe, ni siquiera pudo avisarle a su novia que no iba a estar en la fiesta: se pasó toda la guerra de Malvinas a bordo, pendiente del mantenimie­nto de los aviones Tracker. Hoy, en los puestos 8 y 10 del sector Libre 3 del Mercado Central, luce a las islas en su pecho, en una remera que diseñó su hijo y que usa mientras vende 16 variedades de zapallo, apto para dietas, pucheros, sopas, dulces o mermeladas.

“El mercado me hace olvidar de ciertas cosas. Es mi pasión y mi medio de vida. Yo produzco zapallos en 25 hectáreas de Roque Pérez, pero no todo lo que vendo es mío. Tengo calabazas, anco batata, camote, coreano, Angola... pero la estrella es el zapallo ‘¨Princesa’, mirá qué preciosura, y además ¡es una manteca!”, sostiene Jakich, y hace girar calabazas en el aire.

Mientras le saca el barro a los zapallos que le llegaron desde el Chaco inundado, pasa por el pasillo un vendedor de pelotas de fútbol, atadas con piolines a un carrito de supermerca­do.

Son presencias insólitas en medio de este mar de hojas verdes y tubérculos, fuentes de hierro y nutrientes.

“¿Por qué se venden también pelotas? Porque mi papá empezó con esta tradición en el Mercado Central y yo la continúo desde hace cuatro años. Valen entre 400 y 900 pesos, pero lo más importante es que las vendemos en tres cuotas”, destaca Juan Brandan, mientras exhibe sus modelos.

ALBERTO JUGÓ EN BOCA, ES CHANGARIN DE NOCHE Y PROFE DE LA ESCUELA DE FUTBOL DE DIA.

Nadie es lo que parece. Con su chaleco amarillo de vigilador privado, Héctor Galeano disimula su verdadero talento, el de haber sido seis veces campeón argentino de judo, medalla de oro en los Panamerica­nos de Venezuela y reciente medalla de bronce en la categoría Veteranos. Nos acompaña en una recorrida por las naves 4 y 5 atento a los movimiento­s bruscos y a un handy que avisa del robo de la billetera de un camionero. Héctor tiene 43 años y dos hijos que siguen su estela judoca triunfal: Iara, subcampeon­a nacional, y Tomás, que entrena sus músculos haciendo changas en el Mercado Central.

“Me gusta trabajar acá porque es una experienci­a distinta a todo. Tengo que estar siempre alerta, destrabar situacione­s ásperas, actuar en equipo con mis compañeros. Nunca uso las artes marciales contra nadie, porque no es la filosofía, pero cuando las peleas se vuelven violentas, con cuchillos, apelo al equilibrio mental y, si no queda otra, a alguna postura defensiva”, cuenta Galeano, que duerme poco y trabaja mucho, porque acaba de abrir un gimnasio en Laferrere, a sólo 11 kilómetros de aquí.

Detrás del campeón de judo pasa Alberto Manrique, un ex jugador de Boca que se gana la vida como changarín de madrugada. Con una rodilla maltrecha, de la época en que compartía equipo con Ivar Stafuza y Claudio Dykstra, empuja un carro con ocho cajones de naranjas, tres de manzanas verdes, cuatro cajas de bananas, una de paltas, una de cerezas y una bolsa de chauchas. “El Mercado te atrapa, cuando te querés dar cuenta pasaron 30 años acá adentro. Es plata diaria, una pequeña salvación, tan pequeña que te dura un día. ¡Y mirá lo que pesa esto... para que vean el sacrificio que uno hace por los chicos!”, dice Manrique cuando le vuelve el aire. Los chicos son los adolescent­es de la escuelita de fútbol que organizó en un potrero del Mercado Central, con pocas pelotas, algunos conos y muchos sueños de pibes que quieren jugar en Primera.

Son las cuatro de la mañana. Manrique empuja, transpira y nos cita a las 14 en el campito, diez horas después, porque seguirá trabajando hasta que el sol esté sobre su cabeza. Sin arcos, pasto lar-

700 CAMIONES TRAEN LAS F R U TA S Y VERDURAS QUE DESCARGAN LOS CHANGAS.

go, 30 grados, apenas una sombra junto a una toma de gas para que se sienten dos madres que comparten la ilusión de sus hijos, el lugar recibe a los hijos de los changarine­s y pibes del barrio. “Empezamos a sacar a chicos de la calle, porque este proyecto es de inclusión. Después se sumaron los que viven cerca y los que vienen del interior con la aspiración de tener una oportunida­d en algún club de primera. Yo los entreno y les doy consejos por amor al fútbol, sin dormir a veces, sin tiempo para descansar. Y la aspiración es formar un cuadro como hicieron los Camioneros. Por eso digo que cualquier ayuda es bienvenida”, explica Manrique, que era enganche y sabe cuándo meter un pase en cortada. Pronto, sus muchachos podrán entre- nar en la cancha profesiona­l que tiene el Mercado Central al lado de la capilla donde Juan Pablo II dio su misa y donde alguna vez practicaro­n Sacachispa­s y Barracas Central.

Malabarist­as. El Mercado pende de un sistema de equilibrio­s. Siete colmenas de abejas atraen a escarabajo­s que, de seguir viaje rumbo a las naves, podrían contaminar la fruta. Hay un momento de descarga de los camiones, entre la medianoche y las tres de la mañana, que toda la economía de este mega lugar depende de las muñecas y de la fuerza de brazos de los changarine­s.

Peras y manzanas que vienen de la tierra fértil de Río Negro, cítricos de Chajarí, mandiocas y batatas de Misio- nes, papas de Tucumán y acelga, morrones y tomates de La Plata son bajados por un ejército de músculos tensados al máximo, de hombres con camisetas de Almirante Brown, Deportivo Laferrere, Los Andes, y clubes barriales de la zona. “Hasta Jonatan Maidana, baluarte de River, dio una mano con los cajones a su padre, Ramón, trabajador del Mercado”, cuenta Martín, mientras hace girar sobre la palma de su mano un cajón con 10 kilos de lechuga capuchina.

Junto a Franco, levantan castillos de madera y verdura, con torres de hasta 10 cajones, estables para esperar a los compradore­s que entrarán a la nave.

Su cuadrilla se completa con Emanuel y Leo dentro de la caja del camión y otros dos compañeros en los carros. Son de González Catán, Rafael Castillo y Ciudad Evita, descargan productos de Mar del Plata, y ayudan a la cadena de comerciali­zación que termina con ensaladas servidas en Palermo, Núñez y Parque Chas.

Un puesto que agrupa a tres generacion­es de importador­es de bananas de Ecuador, Dole, cuenta entre sus filas a Juan Pablo Lioni Raimondo, un joven que completó un máster en administra­ción de empresas (MBA por sus siglas en inglés) en Irlanda y ahora trata de entender, en la madrugada de La Matanza, la dimensión de la informalid­ad de la economía argentina.

“A veces, tener todo en blanco, como hacemos nosotros, es una desventaja. El empirismo tiene un valor impresiona­nte en el Mercado, pero el negocio se profesiona­lizó”, describe, mientras su colega Marcelo Raimondo destaca que “acá sigue habiendo crédito de palabra. Boleta contra boleta, algo que no pasa en ninguna otra actividad”.

A punto de terminar su jornada está Gastón, estibador, número 18 de un equipo de fútbol llamado “La Curvita”, del kilómetro 32 de González Catán. “Esta es mi hora número 12 bajando cajones, no doy más, pero el laburo me rinde, me pagan entre 900 y 1.000 pesos y son tres días a la semana. Este es el tercer camión completo que vaciamos. Lo último son estos choclos que vienen de Mar del Plata”, exhala Gastón, extenuado, con una leyenda en su espalda que dice: “Sólo entiende mi locura quien comparte mi pasión”.

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POR PABLO CALVOFOTOS: RUBEN DIGILIO
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Héctor fue seis veces campeón argentino de judo y trabaja en la empresa de seguridad privada del Mercado.
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Alfredo reparó aviones durante la guerra de Malvinas, es abanderado de los veteranos de La Matanza y vende zapallos.
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Juan las da a pagar en tres cuotas, sin interés.
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Se juntan al amanecer, para volver a utilizarlo­s. Si no los devuelven, agregan un costo a la transacció­n de $100 por unidad. Contenían choclos y tomates de Mar del Plata. Se hace un embudo de tránsito a medianoche. Cada camión que ingresa paga $450. Cuando aclara, Karina se las rebusca vendiendo sandías. CAMIONES Y SANDÍAS.

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