Clarín - Viva

“El duelo no pasa nunca”

Olga Garaventa, la viuda de Sandro, dice que todavía lo extraña. Y cuenta cómo es su idea de transforma­r la casona de Banfield en un museo.

- POR SILVINA DEMARE FOTOS: HERNAN CHURBA

Ella mantiene cada rincón intacto. Muebles, guitarras, piano de cola, obras de arte, botellas de whisky, libros: todo está en el mismo lugar en que lo dejó su dueño, Roberto Sánchez, más conocido como Sandro. Ella es Olga Garaventa, su última mujer y heredera. Sigue viviendo en la mansión de Banfield, donde está el legado del cantante, y es la encargada de cuidar ese tesoro. Tesoro que se preserva, pero que no se mueve de lugar. La consigna se viene cumpliendo desde hace una década: el 4 de enero próximo serán 10 años de la muerte del cantante.

Hoy, el sueño de Olga es convertir la casona en un museo. Ya lo es, en un punto, pero su deseo es abrirlo al público y para eso se necesita dinero, habilitaci­ones, curador... “Hay mucha gente que no pudo conocer a Roberto, ni lo vio cantar en los teatros. Claro que no está físicament­e, pero van a descubrir sus cosas,

las que tuvo en sus manos. Se necesitan inversioni­stas, porque realmente nosotros solos no podemos. Tuvimos algún contacto, pero no prosperó. Ojalá a alguien le interese” , dice.

Olga vive sola en la tremenda residencia de 1.100 metros cuadrados. Y no le da miedo. “Yo te la camino a oscuras”, se jacta. Una señora la ayuda con la limpieza y también colaboran un piletero y un jardinero. “La casa se ha mantenido lo mejor que se pudo. Los impuestos son muy caros porque es un lugar residencia­l. Se cumplió un tiempo prudencial, sabiendo lo que representa­ba para Roberto, y es el momento de hacer el cambio”, explica la viuda con tono pausado. La charla es en el living de la casa de su hijo Pablo, en Boedo

Nostalgia.

Olga siente la ausencia del Gitano y no lo disimula: “Lo extraño muchísimo. Pienso que su mano hubiera sido súper necesaria para un montón de cosas que pasaron en estos diez años. Roberto era de levantar un teléfono y solucionar los temas. La gente se ponía a sus pies. A mí no me pasa. El era muy carismátic­o: decía una frase cortita y era suficiente. Con él sería más fácil concretar el museo. Igual, no pierdo las esperanzas, es algo esperado por muchos”.

Justamente la idea surgió de una fanática chilena que hace un tiempo visitó la casa y les sugirió: “¿No la van a hacer museo?” Antes, no se les había ocurrido. Las mismas “nenas”, sus legendaria­s fanáticas, vuelan alto y creen que podría visitarlo gente de Colombia, México, Puerto Rico, Venezuela, Chile, Estados Unidos y República Dominicana.

Nueva vida.

Olga tiene dos hijos, Manuela y Pablo, y tres nietas: Malena (16), Valentina (13) y Ema (3). A la más chiquita la está cuidando durante las mañanas. Con las más grandes suele ir de shopping. Los Garaventa son de hacer muchas reuniones familiares.

A su vez, Olga se divierte: “Tengo un grupo de jubilados divino. Son gente muy actualizad­a y con buena onda. La paso de diez. Organizamo­s el juego del amigo invisible y ya viajamos a Bariloche, Salta, Catamarca y La Rioja”, detalla entusiasma­da. “Hay matrimonio­s con cincuenta y pico de años de casados, entonces te reís mucho porque las mujeres protestan contra los maridos y ellos contra ellas. Es lindo, porque estás con gente que te hace sentir bien”.

Su día arranca a las 9 de la mañana. Duerme en la cama matrimonia­l que compartía con Sandro. Desayuna mate con galletitas o un cafecito. Cuando está en su casa mira televisión, charla con sus amigas por teléfono y hace yoga una vez por semana con una profe que va a la casa. Come sano: “Soy diabética y me tengo que cuidar”, confiesa. Y también está aggiornada: “Tengo Instagram”, suelta. Casi diez años sin Sandro, ¿te dan ganas de volver a estar en pareja? No, estoy muy bien así. Ya me acostumbré a estar sola. No aguantaría que alguien me controlara o al que le tuviera que explicar a dónde voy. Además, sería inevitable una comparació­n y haría sentir mal a la persona. ¿Sentís la presencia de Sandro de alguna manera? Hay personas que han venido a casa y me dicen que lo sienten. Pero yo no lo intuyo, ¿será que convive conmigo todo el

tiempo y no me doy cuenta? Sí, lo pienso mucho.

¿Soñas con él? Lo vi en sueños sólo dos veces. La última vez, Roberto me estaba esperando en un bar. Cuando estoy llegando, él se para, se pone de frente y al acercarme desaparece. Lo soñé con una sonrisa hermosa y lentes de sol. Estaba muy bien.

¿Hiciste terapia alguna vez? Nunca. No tengo rollos con mi infancia. Tampoco soy melancólic­a ni depresiva, cosa que me ayuda mucho. Soy de mirar para adelante. Nunca me permití caer ni tomé medicación.

¿Lo lloraste mucho cuando murió? En su momento sí, porque fue un impacto muy fuerte. Yo tenía la fe y la convicción de que iba a salir. No me imaginé que podía pasarle algo. Le di todo. Recuerdo que el médico me dijo: “Olga, usted se tendría que haber dado cuenta...”. Pero no. Pensé que no se moría, porque pasaba de estar muy grave a mejorar. Finalmente, hizo el rechazo de los órganos (tuvo un doble trasplante de corazón y pulmones) y murió de una septicemia. ¿Vas a verlo al Jardín de Paz? No, porque Roberto me dijo: “Mirá Olgui no es necesario que me vengas a ver al cementerio cuando no esté”. ¿Qué compartían? ¿Alguna vez fueron al cine, por ejemplo? Nunca fui al cine con él; a un restaurant­e, dos veces. Estábamos mucho en casa, charlábamo­s. Le cocinaba comida oriental: costillita­s de cerdo al estragón. Roberto era un bon vivant. La mesa tenía que estar bien puesta todos los días: el mantel, las servilleta­s, unas flores, la velita. Nada de poner una botella de gaseosa en la mesa.

¿Sabés por qué se enamoró de vos? Imagino que habrá visto algo especial en mí, algo diferente. Si no, con tantas mujeres que conoció en su vida, ¿por qué yo? Nunca se lo pregunté. No daba. Yo era muy respetuosa. No era de avasallar porque no le gustaba que lo investigar­an. Si quería hablar, hablaba; si no, no. Nunca fui su fan ni celosa. Soy muy tranquila. Tampoco era de pelearme con él ni con nadie. Si había algo que no me gustaba, hacía silencio y después de que pasara todo, lo hablaba, sin agresión.

¿Tenés miedo de que la gente se olvide de Sandro? Nunca lo pensé, pero no creo que lo olviden. Hay algo muy especial en su persona, en lo que fue. Hay mucho respeto y emoción. Yo también a veces me emociono cuando recuerdo nuestras conversaci­ones. Era muy caballero y cariñoso. ¡Cómo te cambió la vida conocerlo! Sí, pero yo estaba muy bien. Tenía mi casa, que estaba en este edificio en el segundo piso, un departamen­to bellísimo, donde crecieron mis hijos. Trabajaba en un estudio de grabación que quedá acá a la vuelta y ganaba bien (ahí se conocieron con Sandro). No es que necesitaba encontrar a alguien para que me salvara. Yo ya estaba salvada: tenía mi casa, mis hijos criados, era abuela y tenía un buen pasar económico.

¿Aún sentís amor por él? Sí, lo quise y lo amo mucho. Y agradezco la confianza que ha depositado en mí. Porque hay que confiar en una persona, dejarle todos sus bienes, todo su sacrificio, sus cosas de 45 años de trabajo. El confió plenamente en mí. Por eso nunca se me ocurrió vender la casa de Banfield y quiero buscar la solución por otro lado. Tengo fe de que se va a poder hacer el museo, pero las cosas no son inmediatas. ¿Pasó el duelo o todavía cuesta? El duelo no pasa nunca, está siempre. El duelo es imposible de superar, quizás uno está un poquito más repuesto, pero la ausencia persiste. El duelo no se va.

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BODA EN BANFIELD Fue en 2007. A la izquierda de Olga, su hijo Pablo.

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