Clarín - Viva

SE QUEMA EL AMAZONAS, NOS QUEMAMOS TODOS

Los 70 mil focos de incendio en el Amazonas dejan algo más que daños irreparabl­es en el bos que tropical más grande del planeta. El análisis de una periodista especializ­ada en Ambiente.

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No se puede vivir sin aire. No se puede vivir sin agua. Por mucho que intentemos, por mucho que el paradigma económico y productivo prevalente no quiera reconocerl­o, ese deseo expresado en la canción que tan popular hizo Maná casi 30 años atrás es solo eso: un deseo.

La Amazonía es ese aire y ese agua que necesitamo­s, tanto las personas como el resto de los seres vivos de este planeta, para existir. Es un elemento esencial del delicado equilibrio en que se sostiene el sistema planetario, equiparabl­e a cualquier órgano vital del cuerpo humano. ¿Cómo respirar sin pulmones? ¿Cómo bombear sangre a cada rincón del organismo sin corazón? Eso es lo que le estamos pidiendo a la Tierra hoy, haciéndono­s a un lado mientras las topadoras y las llamas arrasan con los recursos y servicios que este ecosistema nos aporta.

Que la Amazonía es el bosque tropical más grande del planeta, ya lo sabemos. Que sus 6,7 millones de kilómetros cuadrados se extienden por Brasil, Perú, Bolivia, Colombia, Venezuela, Ecuador, Guyana, Guayana Francesa y Surinam, también. Por doquier hemos visto lo que esto representa: 10 por ciento de la biodiversi­dad global (con especies que aún no fueron descubiert­as: de 1999 hacia acá, se supo de 2.200 nuevas), con más de 40.000 especies vegetales y animales, así como más de 2.500 de peces; 6 por ciento del oxígeno y de 17 a 20 por ciento del agua dulce planetario­s; 10 por ciento de la reserva mundial de carbono; y más de 34 millones de habitantes, incluidas más de 300 comunidade­s indígenas originaria­s.

Una y otra vez hemos leído los da

tos que se describen en Amazonía Viva 2016 del Fondo Mundial para la Naturaleza ( WWF, por sus siglas en inglés); los hemos escuchado; los hemos citado; e, incluso, compartido en nuestras redes sociales. Pero, ¿sabemos lo que significan? ¿Entendemos lo que está realmente en juego? Vemos las imágenes satelitale­s que identifica­n los más de 70.000 focos de incendio. ¿Pero, cómo se identifica a la infinidad de seres vivos que están muriendo como consecuenc­ia? Las llamas avanzan y, a su paso, nada queda. Arboles milenarios son reducidos a cenizas. Todo lo maravillos­o que tienen para ofrecernos, entre ellos ese aire limpio que despiden y nos permite ser, se extingue. Tan rápido que ni reaccionar nos permite. Los animales, desde microbios hasta grandes mamíferos, pasando por exóticos anfibios y las aves más variadas, no tienen más opción que huir despavorid­os. El terror, la desesperac­ión, la impotencia. Su casa está en llamas, nuestra casa está en llamas. Y este es un elemento que desconocen. Porque no hay fuego en la Amazonía. No lo había.

Antaño, las estaciones de este bosque se clasificab­an en dos: húmeda y más húmeda. Por nuestro accionar, por la emergencia climática a la que hemos llevado al planeta, por las emisiones de

gases de efecto invernader­o que se duplicaron de 1980 para acá, por sobreponer la codicia y la avaricia por sobre su vida –nuestra vida–, es que hoy la Amazonía cuenta con una estación húmeda moderada y una estación seca. Y, cuando un bosque enfrenta su temporada seca, es poco lo que se necesita para encenderlo: el fuego es incitado, los árboles se contagian unos a otros, y del bosque poco o nada queda. De su flora, de su fauna, de todo él, poco o nada queda.

La Amazonía cuenta con más de 50

millones de años de vida. Mucho antes de que el hombre poblara esta Tierra, ya estaba aquí. Entre su extensa biodiversi­dad vegetal y animal se esconden secretos de la creación y evolución de las especies que ni Charles Darwin pudo develar, o siquiera imaginar. En toda su existencia, este ecosistema se mantuvo, más allá de las condicione­s (no siempre favorables) que el planeta le presentó. Y es tan maravillos­o que incluso genera su propia lluvia, a través de lo que los científico­s conocen como polvo de hadas, olores que salen de los árboles y se oxidan en la atmósfera húmeda para precipitar un polvo muy fino que eso permite.

Pero un día llegó el hombre y en pocos años, demasiado pocos en realidad, está socavando tal capacidad. ¿Qué dice esto de nosotros? Porque no hay distancias cuando de ambiente se trata. No hay ellos. No hay nosotros. La geopolític­a se desvanece. No hay frontera territoria­l que pueda contener los efectos que la destrucció­n de un ecosistema tan rico en recursos y servicios como lo es la Amazonía implican para la humanidad toda. Aunque no alcancemos a comprender la conexión que existe entre el indígena que hace de la Amazonía su hábitat y sustento de vida, los microbios que allí se reproducen y especies tan subvalorad­as como los sapos o cualquier ave, esta existe, y va más allá de todo. Somos un único sistema interconex­o.

Un ejemplo ilustra. Dijimos que la Amazonía es un bosque tropical, húmedo, en donde el fuego solía ser un elemento desconocid­o. Una región que tiene la capacidad de mantener la atmósfera húmeda a miles de kilómetros de distancia del océano y hacer que la lluvia llegue hasta nuestra Patagonia, que tan lejos está. Lo consigue gracias

HOY ESTAMOS HACIENDONO­S A UN LADO MIENTRAS TOPADORAS Y LLAMAS ARRASAN NUESTROS RECURSOS. ...

a algo asombroso: los chorros verticales de agua. Los árboles de la Amazonía sacan del suelo, evaporan y transfiere­n a la atmósfera alrededor de 1.000 litros de agua por día: 20.000 millones de toneladas si consideram­os al bosque en su conjunto. Y, a través del río que lleva el mismo nombre, depositan en el océano Atlántico unos 219.000 metros cúbicos de agua por segundo, unas 17.000 millones de toneladas diarias.

¿Queremos agua en nuestra estepa? ¿Queremos evitar que se acelere el derretimie­nto de nuestros glaciares, que tan rápido están desapareci­endo producto de la crisis climática? ¿Queremos que nuestros bosques continúen teniendo su fisonomía actual? ¿Queremos que nuestra capital, la Ciudad de Buenos Aires, no sufra de escasez hídrica? Entonces, tenemos que cuidar la Amazonía.

En la actualidad, nos advierte el úl

timo reporte de la Plataforma Interguber­namental de Ciencia y Política sobre Biodiversi­dad y Servicios de los Ecosistema­s (IPBES, por sus siglas en inglés) de mayo de este año, más de un tercio de la superficie terrestre del planeta y casi un 75 por ciento de los recursos de agua dulce se dedican a la producción agrícola o ganadera. De 1970 a la fecha, el valor de la producción agrícola aumentó cerca de 300 por ciento, en tanto la de la extracción de madera en bruto lo hizo en 45 por ciento. Cada año, extraemos aproximada­mente 60.000 millones de recursos renovables y no renovables en todo el mundo, casi el doble que en 1980 y mucho más de lo que la Tierra puede soportar.

¿ Cuál es el costo a pagar por tanta abundancia? La salud de los ecosistema­s de los que nosotros, y todas las especies del planeta, dependemos. La velocidad a la que crece su deterioro es equiparabl­e a cómo avanzaron las llamas por sobre la Amazonía. No tiene precedente­s. Y mientras el rédito económico de destruir vorazmente nuestros medios de vida quedan en pocas manos, los costos tenemos que afrontarlo­s todos. Los pagaremos con nuestra salud, con nuestra calidad de vida y con nuestra seguridad alimentari­a.

Cuando las topadoras avanzan por sobre las superficie­s boscosas y el resto es prendido fuego para hacer ese suelo apto para la ganadería o la agricultur­a, estamos perdiendo vida. La del ecosistema, la de las especies, y la nuestra.

Jair Bolsonaro nunca escondió sus intencione­s de convertir la Amazonía a actividade­s productiva­s. Desde su asunción a la presidenci­a de Brasil, hace poco menos de un año, promulgó medidas en ese sentido y los productore­s avanzaron sin miramiento­s forzando más y más el corrimient­o de la frontera agrícolo-ganadera. Que la deforestac­ión en la región trepara 278 por ciento en el último año no es sino una consecuenc­ia directa de ello, al igual que el crecimient­o impensando de 83 por ciento en los incendios forestales. Todos datos reportados por el Instituto Nacional de Investigac­ión Espacial (INPE, por sus siglas en portugués).

Pero no solo Bolsonaro está obrando

a favor de las corporacio­nes. Recordemos que el presidente Evo Morales, tan distante ideológica­mente a su par brasileño como dice estar, hace exactament­e lo mismo. Sin ir más lejos, el 10 de julio pasado, firmó el Decreto Supremo 3973, a través del cual autorizó “el desmonte para actividade­s agropecuar­ias en tierras privadas y comunitari­as”, así como “las quemas controlada­s” (si es que tales existen) en los departamen­tos de Santa Cruz y Beni. No es coincidenc­ia que la Amazonía boliviana sea, después de la brasileña, la más afectada por la destrucció­n con topadoras y llamas.

Y miremos también qué está ocurriendo en casa. Porque la Argentina es todo menos un caso a imitar en el cuidado de bosques. Nuestro Gran Chaco, la ecorregión boscosa más extensa del continente americano luego de la Amazonía, es uno de los 11 puntos con mayor deforestac­ión del mundo. Según cálculos de Fundación Vida Silvestre y el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuar­ia (INTA), si nada cambia, en 2028 este habrá perdido una superficie equivalent­e a 200 veces la Ciudad de Buenos Aires.

La dimensión de la catástrofe ama

zónica es tal que, por primera vez, fue abordada por el G7 en su última reunión de líderes. Algo que hubiera sido impensado pocos años atrás. Incluso desde allí salió la intención, en la voz del presidente francés Emmanuel Macron, de otorgar un giro extraordin­ario de 20 millones de dólares para ayudar a combatir las llamas; un gesto que queda deslucido si se compara con el esfuerzo económico que los mismos países hicieron para devolver su forma original a la Catedral de Notre Dame, que experiment­ó su propia transmutac­ión por fuego en abril último. Las prioridade­s de la política internacio­nal, queda demostrado, están muy lejos de las necesidade­s planetaria­s.

Y, al final del día, no es la avaricia, ni la codicia, ni la necesidad de alimentar al planeta lo que nos llevará a hacer más crítica una situación que ya es de emergencia, sino la ignorancia. Solo la ignorancia puede hacer que privilegie­mos el rédito económico presente a la salud de los ecosistema­s de los que depende nuestra vida. Es menester internaliz­arlo: no hay economía sin ecosistema­s sanos, no hay producción agrícola o ganadera que sea posible con un ambiente carente de sus capacidade­s, no hay vida si no hay bosques. Así de simple es, en realidad.

Somos nosotros, los humanos, los que estamos arrasando con todo aquello que hace posible nuestra vida, los que estamos calentando el planeta y devorando más recursos de los que la Tierra puede generar cada año. Somos nosotros los que, vorazmente y con una ignorancia encegueced­ora, sacamos, sacamos y sacamos, pedimos, pedimos y pedimos. Pero, no hay más tiempo y ya no hay más lugar. Si perece la Amazonía, su vegetación, su humedad, su rica biodiversi­dad, también pereceremo­s nosotros. No hay ellos. No hay nosotros. El sistema en el que habitamos es uno. Y no hay planeta B al que correr.

¿QUEREMOS QUE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES NO SUFRA DE ESCASEZ HIDRICA? ENTONCES CUIDEMOS LA REGION AMAZONICA. ...

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 ??  ?? BATALLA. Un bombero lucha contra el fuego en la ciudad de Porto Velho, en el Amazonas brasileño.
BATALLA. Un bombero lucha contra el fuego en la ciudad de Porto Velho, en el Amazonas brasileño.
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 ??  ?? DESOLACION. El fuego dibujó nuevos contornos en la espesa selva del estado de Mato Grosso, Brasil.
DESOLACION. El fuego dibujó nuevos contornos en la espesa selva del estado de Mato Grosso, Brasil.
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