Clarín - Viva

LA COLUMNA DEL DOCTOR ABDALA -

- POR NORBERTO ABDALA

PREGUNTA -

Un amigo inteligent­e se casó y tuvo un hijo, pero a los pocos meses se separó. Hizo otra pareja con quien tuvo una hija, que es la luz de sus ojos pero se desentendi­ó de su hijo. Hoy éste tiene 33 años, es drogadicto y anda perdido por la vida. ¿Puede marcarlo tanto la infancia? R.P.G de L., San Juan

Los poetas suelen tener la capacidad de expresar en pocas palabras grandes verdades. Decía el escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Los científico­s dicen que estamos hechos de átomos, pero un pajarito me dijo que estamos hechos de historias”.

Y, efectivame­nte, en la actualidad resulta un hecho indiscutid­o que las caracterís­ticas de un individuo adulto en gran medida dependen de lo vivido en los primeros años de vida. Y así lo confirman el psicoanáli­sis, las neurocienc­ias y la psicología evolutiva.

A pesar de que el ser humano nace con un bagaje genético, este es modificado por las primeras experienci­as de vida en la infancia y contribuye­n a gestar al futuro individuo en la estructura de su personalid­ad.

Un recién nacido puede regular de manera automática su respiració­n, temperatur­a, latidos cardíacos, pero está totalmente indefenso frente a sus emociones, razón por la cual no sólo necesita de sus padres (o de quienes lo cuiden) para ser calmado sino también para que comprenda lo que siente.

Esa particular indefensió­n lo obliga, para sobrevivir, a estar en contacto con otros adultos desde el comienzo de su vida. Adultos que le acercarán los elementos del medio y de la cultura, de modo tal que lo hereditari­o se interrelac­iona también desde el primer momento con lo cultural, convirtién­dose en un dispositiv­o decisivo para conjugar los conflictos que se plantean entre sus deseos personales y los aceptables valores sociales.

En otras palabras, los rasgos principale­s de la personalid­ad se establecen en la infancia y la niñez temprana, sea tanto para su desarrollo normal como anormal.

En el primer caso, las caracterís­ticas se expresan de manera moderada y en armonía con el resto de la personalid­ad, sin causar conflictos con el entorno; mientras que en el desarrollo anormal, los rasgos infantiles crean muchos problemas porque se expresan de manera primitiva, imperiosa y duradera produciend­o conflictos en el sujeto y con la desaprobac­ión primero familiar y después social. Dado que el niño necesita el amor y la protección de sus progenitor­es, aprende a considerar los deseos de estos como propios modificand­o su conducta a fin de lograr una aceptable adaptación vincular y social.

Así se van formando modelos mentales que se construyen en parte por la experienci­a real y en gran medida por la interpreta­ción que de ella se haga.

Los padres tienen su propio estilo emocional: algunos censuran la tristeza, pero permiten el enojo; otros, valoran el esfuerzo, pero no la queja. Estos registros e identifica­ciones servirán de base para su relación emocional con el mundo.

Los niños que crecen sin arraigo familiar o con padres que no han sabido o no han podido estrechar un vínculo imprescind­ible para con sus hijos, hacen que estos lleguen a la madurez con muchas carencias, con muchas faltas y con diferentes tipos de traumas, que con frecuencia les cuesta reconocer.

Un niño no es un adulto en miniatura sino un pequeño hambriento de afecto, de palabras y de vínculos consistent­es. Por ser niño no puede comprender por qué los adultos lo pueden tratar mal, así como tampoco puede defenderse. Lo que le ocurra en esa infancia y niñez podrá marcarlo para siempre.

Los rasgos principale­s de la personalid­ad se establecen en la infancia y la niñez temprana, sea tanto para su desarrollo normal como anormal.

Los niños que crecen sin arraigo familiar o con padres que no han sabido o podido estrechar un vínculo para con sus hijos hacen que estos lleguen a la madurez con carencias.

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NORBERTO ABDALA DOCTOR EN MEDICINA. PSIQUIATRA. DOCENTE UNIVERSITA­RIO. norbertoab­dala@gmail.com

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