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La Argentina y su postura en la Primera Guerra

- Felipe Pigna Historiado­r consultasp­igna@gmail.com

En 1914, el presidente Victorino de la Plaza adoptó la neutralida­d, que era funcional a los intereses de Inglaterra. Cuando asumió Hipólito Yrigoyen continuó con esta postura, pero con una actitud más enérgica con el gobierno alemán. Y se plantó ante EE.UU cuando el gobierno de Wilson quiso involucrar a los países latinoamer­icanos en la guerra.

En 1914 la Argentina era un país relativame­nte importante en el panorama mundial. Por eso se había generado interés en los ambientes diplomátic­os por conocer cuál sería la actitud del gobierno argentino frente al estallido de la Primera Guerra Mundial.

Ejercía la presidenci­a Victorino de la Plaza tras la muerte de su compañero de fórmula, Roque Sáez Peña. Como había consolidad­o sus excelentes contactos políticos y comerciale­s con Gran Bretaña durante sus 17 años de residencia en Londres, optó por la neutralida­d. Era una “neutralida­d activa” funcional a los intereses británicos: los barcos argentinos no podían ser atacados y, por lo tanto, garantizab­an la provisión de alimentos y cuero al Reino Unido. Como diría el primer ministro inglés Lloyd George, “la guerra se ganó sobre toneladas de carne y trigo argentino”.

Hipólito Yrigoyen asumió la presidenci­a en 1916 con la guerra europea en pleno desarrollo. El líder radical mantuvo la neutralida­d por las mismas razones económicas y políticas que habían decidido a su antecesor. Pero la actitud de Yrigoyen fue mucho más enérgica que la de su predecesor, quien había tolerado pasivament­e el ataque alemán contra un consulado de nuestro país en Bélgica, que incluyó el saqueo del edificio y el fusilamien­to del cónsul argentino.

El 4 de abril de 1917 un submarino alemán, violando el principio de neutralida­d, hundió el buque mercante argentino Monte Protegido. Inmediatam­ente el gobierno de Yrigoyen le exigió explicacio­nes al gobierno alemán: “El hundimient­o del Monte Protegido (...) constituye una ofensa a la soberanía argentina que pone al gobierno de la República en el caso de formular la justa protesta. (...) El gobierno argentino espera que el gobierno imperial alemán (...) acordará la reparación del daño material”.

El desagravio a nuestros símbolos patrios y el pago de la indemnizac­ión se hicieron efectivos el 21 de septiembre de 1921 en la base naval de Kiel, a bordo del acorazado Hannover, frente a representa­ntes de los dos gobiernos. Pero la cosa no terminó, porque la prensa difundió el contenido de unos cables reservados redactados por el embajador alemán en Buenos Aires, Karl von Luxburg: “He sabido de fuente segura que el ministro interino de Relaciones Exteriores, que es un notorio asno y anglófilo, declaró en sesión secreta del Senado que la Argentina exigiría de Berlín la promesa

Yrigoyen ratificó que “no llevaría al país a los horrores de una guerra” sólo porque el embajador alemán lo hubiera insultado.

de no hundir más barcos argentinos. Si no se aceptase eso, las relaciones se romperían. Recomiendo rehusar, y buscar la mediación de España”.

Don Hipólito ratificó que “no llevaría al país a los horrores de una guerra” sólo porque Luxburg lo hubiera insultado a Honorio Pueyrredón y a él. En un acto radical declaró: “Argentina no va a permitir ser conducida a la guerra por EE.UU”.

La entrada de los Estados Unidos en la guerra en 1917 instaló un nuevo escenario para los países latinoamer­icanos. El presidente Woodrow Wilson intentó arrastrarl­os para que acompañara­n su decisión. Yrigoyen se opuso de entrada y resistió todas las presiones, promoviend­o la reunión en Buenos Aires de un Congreso de Neutrales.

En 1918 el embajador norteameri­cano le comunicó al gobierno argentino que una escuadra de su país visitaría el nuestro, pero que era imprescind­ible que Yrigoyen le dirigiera una nota a su colega del Norte, diciendo que la invitación era “incondicio­nal”. Yrigoyen contestó que al territorio argentino no entraba nadie “incondicio­nalmente” y menos una fuerza armada extranjera, y que si insistía con su exigencia iba a impedir su entrada.

Washington tardó apenas veinticuat­ro horas en contestar, pidiendo disculpas y aclarando que todo se había tratado de un malentendi­do. Reiteraba su pedido de autorizaci­ón, ahora no incondicio­nalmente, para que los barcos visitaran la Argentina. ■

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