Clarín

A luna llena, arrancaron los paseos nocturnos en la Costa

Esta semana y la que viene hay luna llena, ideal para las travesías entre médanos oscuros.

- PINAMAR. ENVIADO ESPECIAL Diego Geddes dgeddes@ clarin.com

El Universo no sabe de fines de semana ni de feriados largos. A veces, las cosas simplement­e coinciden: este último domingo de enero, que se espera será el de más convocator­ia en toda la Costa argentina, habrá luna llena. Entonces, en estos días en cuarto creciente y toda la semana que viene se da la “temporada alta” de las actividade­s nocturnas –cabalgatas y cualquier otra travesía–, ideales para desandar el camino de la Luna entre los médanos.

La mayoría de las cabalgatas arranca a las 21. Salimos desde La Frontera, en el norte de Pinamar, y en la repartija de caballos me toca uno que se llama Chelo. Somos un grupo variados: hombres, mujeres, chicos de 10 y 12 años que montan solos y hasta un nene de 3 años – Cristiano– que va con su papá. Salimos en fila india y yo ya quedo atrás. Chelo decide parar en el primer yuyo que crece en el médano. Tiene hambre –yo también–, pero nos quedan dos horas de paseo. Aguantá Chelo, aguantemos. A los cinco minutos ya estamos metidos en el bosque, al paso. Hay momentos de oscuridad casi total y cuando salimos a un claro, la Luna ilumina todo. Esto empieza a valer la pena. Atravesamo­s un sendero con huellas de cuatris y Nahuel, el guía, dice: “Esto de día es un infierno, la 9 de Julio”. Por suerte ahora no. Nos acostumbra­mos al silencio y a los ruidos y los olores del bosque.

Vamos hacia otro claro, esta vez un médano inmenso, de arena floja. Los caballos se siguen unos a otros, conocen el camino de memoria y saben solos cuándo caminar y cuándo trotar. Me doy cuenta de esto a la media hora de haber arrancado: nunca tuve el control. También pienso en que soy el úni- co en bermudas y ahora entiendo por qué: la tira de los estribos me está raspando. “¿Van todos bien?”, pregunta Nahuel. Sí, dicen todos. También responde Cristiano, el nene de tres años. Todos bien. Cristiano nos charla y nos invita a todos a su cumpleaños, el 30 de marzo. A los caballos no. No sé si será por eso pero se vuelve a quedar mi caballo. Lo taconeo una, dos veces. No arranca. Pienso en el maltrato animal –mi cabeza es así–. ¿Taconearé poco o mucho?. No sé, pero no arranca. “Dejalo, ya vas a ver por qué no arranca”, dice Nahuel. Quería hacer pis Chelo. Cuando termina, arranca solo, sin necesidad del taconeo. Todo bajo (su) control.

Llegamos al médano una hora después. A lo lejos, algunos grupos de luces (camionetas o cuatris) se instalan para prender un fuego y hacer un asado. Chelo y yo tenemos hambre. Trepar el médano es un desafío, las patas del caballo se hunden en la arena, pero nunca dejan de avanzar ni se asustan por la pendiente. Llegamos a la punta, el viento pega más fuerte, pero la sensación es hermosa. Vamos justo por el corte del médano, un sendero de no más de un metro. Los caballos van solos. Menos mal. Uno pregunta si las luces que se ven a lo lejos son de San Bernardo. “No, eso es Pinamar”, responde Nahuel. Pavada de desorienta­ción. OK, el que preguntó la pavada fui yo. El mar está entonces donde menos lo pensaba, es nuestro próximo destino. Descubro mi sombra dibujada en el médano, me devuelve una imagen mucho más segura: un jinete erguido y con el control de la situación en sus manos. El mar está cerca. Los caballos lo saben y por eso se apuran. Trato de frenarlo, ir al paso, con la luz de la Luna y el mar a unos metros no es cosa de todos los días. Al final, Chelo me regala un galope –tiene hambre– hasta la llegada. Me siento Alterio en “Caballos Salvajes”. La puta que vale la pena esta cabalgata.

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/ LEANDRO MONACHESI En fila india. Los caballos saben de memoria el camino: van solos. El último de la hilera es el cronista con su caballo, Chelo.
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FOTOS: L. MONACHESI Descanso. Tras pasar un médano se impone hacer un alto.
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