Proverbial serenidad
El pianista argentino radicado en Suiza deslumbró con magistrales interpretaciones de Schubert, Debussy y Chopin para la temporada de Nuova Harmonia.
Nelson Goerner (piano)
Programa obras de Frederic Chopin, Claude Debussy y Franz Schubert Sala Teatro Coliseo, jueves 18. Nuova Harmonia
Nelson Goerner se presentó en el Teatro Coliseo con la Fantasía en fa menor op. 49 y la Balada N° 3 de Chopin, el primer cuaderno de Imágenes y L’Isle joyeuse de Debussy, y la Sonata en Si bemol mayor D. 960 de Schubert, en ese orden. Parece un programa sinfónico, con la Sonata de Schubert como obra de fondo; pero es un recital de piano, y no podría haber una decisión menos demagógica que cerrar un recital con esa Sonata de Schubert.
Chopin y Debussy están naturalmente emparentados; entre otras cosas, representan dos revoluciones del piano, estilísticas y técnicas. No es el caso de Schubert, a no ser que se considere que su revolución consistió en haberse alejado de la lógica del mercado y de los hábitos pianísticos y musicales de su tiempo. Una revolución silenciosa, en todo caso.
Se sabe que despreciaba el virtuosismo. Hay un precioso retrato de Schubert como pianista y músico que dejó Ferdinand Hiller (notable pianista de la época) tras oírlo por primera vez en 1827 en compañía de su amigo el cantante Michael Vogl: “Schubert tenía poca técnica, Vogl tenía poca voz, pero ambos poseían tanta vida y sentimiento, y estaban tan sumamente ensimismados en su propia ejecución, que esas maravillosas composiciones no se hubieran podido interpretar con mayor claridad y, a, la vez, con mayor plenitud. No se pensaba ni en la ejecución pianística ni en el canto: era como si la música no necesitara de sonidos materiales; como si las melodías, semejantes a visiones, se revelaran a oídos espiritualizados”.
La silenciosa reforma schubertiana tiene, efectivamente, el aspecto de algo ensimismado, exclusivamente confiado a su fantasía y a su propia ley de economía. Como más tarde Morton Feldman con su cuarteto de cuerdas de seis horas, Schubert terminó componiendo sonatas muy extensas, digresivas y palpitantes a la vez. La Sonata en Si bemol, con ese tema que se despliega de manera tan graduada y ese terrorífico trino en el grave que produce una inquietante detención, nos introduce de inmediato en una novela de misterio, aunque no podamos sentir que avancemos linealmente hacia una meta.
El de Schubert es un avance en espiral, con detenciones, reiteraciones, desvíos. Oyendo la interpretación de Nelson Goerner, uno sigue esa forma espiralada con la convicción de que nada podría ha- ber sido diferente, ni en su extensión, ni en sus detalles, ni mucho menos en sus reiteraciones.
Eso no siempre ocurre. Todavía está fresco entre el público porteño el fracaso del fenomenal virtuoso Lang-Lang en el Colón, en mayo del año pasado, con esa misma sonata de Schubert. El pianista chino parecía tan extasiado con los detalles del paisaje schubertiano y con la increíble variedad de su propio sonido -realmente impresionante- que la interpretación resultó una auténtica deriva y la obra perdió toda tensión.
Lo que guía la interpretación de Goerner no es la belleza del sonido ni el encantamiento instrumental, sino la continuidad del relato schubertiano. No hay una sola nota que no se integre a ese continuo, aun en los pasajes más contrastantes. Goerner toca con una proverbial serenidad.
Y aunque Schubert pareció robarse la velada, la primera parte del programa no fue menos perfecta. Goerner integró la cambiante Fantasía de Chopin en un continuo magistral, y la Balada sonó con un lirismo de desarmanete sencillez. Su Debussy fue transparente, mesurado, sugestivo, colorido pero no demasiado refulgente. También fue del compositor francés la pieza que Goerner eligió para retribuir las ovaciones del público al final de su actuación: La soirée dans Grenade, pieza hipnótica que se oyó en una ejecución hipnótica.