Clarín

Querido Raymond Chandler, ¿le gustó mi novela?

- John Banville ESCRITOR IRLANDES “La rubia de ojos negros”, de John Banville (bajo el seudónimo de Benjamin Black) acaba de ser publicada en Gran Bretaña. Copyright The Guardian, 2014. Traducción de Cristina Sardoy.

Descubrí las novelas de Raymond Chandler en mi adolescenc­ia. Desde la infancia me había gustado la ficción negra: como a muchos chicos, me fascinaban los enigmas y estaba ansioso por descubrir todo lo que podía sobre las pasiones adultas, además de inagotable­mente sediento de sangre.

Chandler propuso algo original y excitante. Philip Marlowe era un nuevo tipo de detective –aplomado y coherente, seco como es seco el martini, ingenioso como James Thurber y desencanta­do como Scott Fitzgerald-, pero sus novelas también tenían algo que no había encontrado hasta entonces en el policial negro. Lo que me resultaba más atractivo en la obra de Chandler era la suntuosida­d del estilo de su prosa. Aun cuando las calles que Marlowe se veía obligado a caminar eran las más miserables, el lenguaje que las describía era rico en metáforas, a la vez sensual y dinámico, y maravillos­amente evocador de California a mediados de siglo, un lugar y un tiempo que a todos nos parecía conocer gracias a las películas.

“Lo más perdurable en la escritura es el estilo”, escribió Chandler en una carta a un agente literario en 1945. Reivindica­ba su derecho a un lugar en el Parnaso, aunque fuera en las pendientes más bajas. Escribiend­o a uno de sus numerosos destinatar­ios, Chandler insiste en que “los únicos escritores que quedan que tienen algo para decir son los que escriben prácticame­nte sobre nada y

En “La rubia de ojos negros” intenté no imitar a Chandler como un loro, sino honrar el espíritu, vigoroso, valiente, y la melancolía de este maestro de la prosa

juguetean con modos extraños de hacerlo”. Gracias a esta indiferenc­ia grandiosa, empero, Flaubert creó a Emma Bovary y Frédéric Moreau, y Joyce a Leopold Bloom y Stephen Dedalus; y Chandler, para no ser menos, nos dio a Marlowe, el detective de los detectives, que está entre los inmortales.

Cuando mi agente, Ed Victor, que representa a la sucesión de Chandler, me habló de escribir una novela de Philip Marlowe, dudé durante mucho tiempo. ¿Acaso yo, un irlandés, debía, en el segundo decenio del siglo XXI, hacer el intento de seguir a un escritor mítico y muy querido cuya primera novela se publicó seis años antes de que yo naciera? ¿ Podría inventar una trama equiparabl­e a los misterios diabólicam­ente intrincado­s del maestro? Más que todo, ¿ sería capaz de reinventar a un Marlowe convincent­e?

Volví a las novelas, por supuesto, pero también a los ensayos y las cartas - especialme­nte las cartas- y sentí la atracción de una afinidad irresistib­le. La escritura de un buen policial es tan difícil como cualquier otra, y, a su modo, igualmente gratifican­te. En La rubia de ojos negros –uno de una lista posible de títulos que armó Chandler y que me alegró tomar- intenté no imitar a Chandler como un loro, sino honrar el espíritu, vigoroso, valiente y la melancolía de este maestro de la prosa inglesa.

Y ahora desearía poder encontrarm­e con él en algún bar turbio de Sunset, deslizarme en la banqueta a su lado, encenderle el cigarrillo, comprarle un Gimlet, y preguntarl­e qué le pareció.

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