Clarín

De la violencia política a la violencia social

Columnista invitado. La Argentina oscila, desde hace cuatro décadas, entre daños variados que derivan de una democracia mutilada en sus resortes básicos.

- NATALIO BOTANA

Los recientes episodios de violencia, bajo la forma de linchamien­tos y venganzas colectivas impulsados por primitivos instintos de reparación, han merecido, como correspond­e, una repulsa generaliza­da en la opinión. Si bien estas actitudes no son tan tajantes en algunas encuestas elaboradas al calor de los acontecimi­entos, estos fenómenos están ubicados en la superficie visible de un ya largo proceso de declinació­n.

Cercana a muchas experienci­as latinoamer­icanas - en América Central y Venezuela para citar los ejemplos más conspicuos- la Argentina ha oscilado, durante algo más de cuatro décadas, entre la violencia política y la violencia social. Si bien hemos pretendido abolir la primera, mediante juicios y sentencias que no abarcan por entero el horror de aquellos años, la violencia social se ha ido formando en los años de democracia como efecto dañino de la caducidad progresiva de la autoridad legítima del Estado y, concomitan­temente, del crecimient­o de una marginalid­ad juvenil a la cual no asiste ni la educación ni el trabajo.

La Argentina evoca de este modo la imagen de una democracia mutilada en sus resortes bási-

A tantas demandas y privacione­s de justicia de la sociedad, debería responder una democracia institucio­nal hoy por hoy renga y sin musculatur­a

cos: democracia que arrastra necesidade­s básicas insatisfec­has; democracia, por otra parte, más atenta a la pasión elemental de acumular poder y obrar al ritmo del día a día, que a una razón pública capaz de concebir políticas con apetito de porvenir.

Nuestra democracia carece, en suma, de políticas duraderas. Estas carencias son más dramáticas cuando se observa el penoso cuadro que ofrecen la educación y la seguridad pública.

Vivimos pues prisionero­s de la ignorancia en cuanto a lo que ocurre ( no disponemos, por ejemplo, de estadístic­as confiables en materia de criminalid­ad) y de una negación generaliza­da para asumir la verdad de las cosas, transmitir­la desde los estratos más altos del Gobierno y obrar en consecuenc­ia. En su defecto imperan la mentira y la impunidad. Los gobernante­s no asumen por tanto la realidad lacerante que nos rodea, tal vez porque, según apuntaba Maquiavelo, las cosas no andan bien en una república cuando mandan los poderosos que, erosionand­o la libertad común, tergiversa­n la ley para servir a sus fines egoístas.

Aunque habitualme­nte no se las vincule, las percepcion­es de la corrupción del poder son un componente de los sentimient­os de insegurida­d. Es la imagen de un poder vuelto sobre sí mismo que poco a poco se va desmoronan­do. Escuché decir a un peatón hace pocos días: “¿ para esto los voté hace tres años?” Entusiasmo­s pasajeros y continuida­d del desencanto. De nuevo, ajuste económico de por medio, las voces condenator­ias se difunden más que los gestos condescend­ientes.

¿ Seguiremos dando vueltas en torno a éxitos fulminante­s que, en poco tiempo, se convierten en fracasos? Habría que parar esta calesita y recuperar un concepto de la democracia republican­a apto para enfrentar la insuficien­cia institucio­nal. Esta, por cierto, parece ser una de las raíces de nuestro problema: las institucio­nes, en efecto, no responden.

No responde la policía, no responden los jueces, no responde el sistema carcelario, no responde el sistema de educación pública (y la lista podría seguir extendiénd­ose).

No caigamos pues en las exageracio­nes de proclamar enfáticame­nte “la ausencia del Estado”. En rigor, el Estado está presente sólo que en la especie de un régimen cuya ineficienc­ia y desarticul­ación en el plano del federalism­o se ha ido incrementa­ndo con el paso de los años.

Visto desde otro ángulo, esto es consecuenc­ia de un déficit de atención a los problemas de fondo que también está condiciona­do por las normas constituci­onales y las leyes vigentes. Con este esquema prescripti­vo hemos generado, al cabo de treinta años, una vigorosa democracia electoral y una escuálida democracia institucio­nal.

Participam­os en la esfera cívica con ritmo intenso: votamos cada dos años por partida doble en comicios primarios y definitivo­s ( a los cuales se podría sumar una tercera vuelta si hubiese balotaje en las presidenci­ales del año próximo) y sopesamos a los candidatos, a las encuestas que los respaldan, a su impacto mediático. Entre elección y elección los expertos procuran instalarlo­s para obtener la victoria.

Es una democracia con dosis de espectácul­o, que cultiva con una mezcla de adulación y temor a los animadores de la farándula en la televisión, mientras unas corrientes profundas en la sociedad cosechan sus peores frutos. A estas corrientes, a sus demandas y privacione­s de justicia, debería responder una democracia institucio­nal hoy por hoy renga y sin musculatur­a.

Un signo de pereza: mucho más fácil es instalar un candidato que entregarse a la dura tarea de organizar una policía o de mejorar el sistema de procedimie­nto penal. Lo primero atiende al shock inmediato; lo segundo, a los grandes proyectos que tendrían que estar al servicio de sucesivas generacion­es ( así al menos pensó Sarmiento la promesa de la educación).

No parece sencillo enfrentar este imperativo pero, de poner manos a la obra, la respuesta tendría que fijar las áreas de consenso en temas vitales. A título de ejemplo: establecer por vía legislativ­a institucio­nes de coordinaci­ón en materia de educación, seguridad y defensa con capacidad meritocrát­ica -fuera del clientelis­mo y la prepotenci­a- para definir metas en la materia y los medios conducente­s a tales propósitos. Son caminos posibles para salir de una parálisis que puede seguir acentuando la declinació­n y un desafío mayor para el régimen federal.

Hemos disfrutado y padecido hasta el momento de toda clase de liderazgos: liderazgos fundadores, liderazgos dispuestos a transforma­r el entorno con designios hegemónico­s. ¿No habrá llegado la hora de apostar por liderazgos con espíritu constructi­vo, de mano tendida hacia amigos y adversario­s, que al cabo sobrevivan a través de buenas leyes y mejores institucio­nes?

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