Clarín

La democracia, según el Cuervo Larroque

- Alberto Amato

En su defensa de Boudou, el diputado no duda en arrasar las institucio­nes.

Al diputado le falta explicar cómo llevar adelante una revolución social con gente sólo interesada en hacer negocios con el Estado

En la Argentina, las institucio­nes no están en peligro porque sus funcionari­os son corruptos, sino porque la Justicia los investiga por corrupción. Y los mecanismos de defensa de la democracia, como el juicio político a cargo del Congreso Nacional, no deben funcionar precisamen­te para salvar a la democracia.

Semejante vileza política es el pensamient­o fidelísimo de un diputado nacional que es, además, cabeza visible de una agrupación, La Cámpora, que dice encarnar los principios fundamenta­les de una revolución social. Al diputado Andrés Larroque, que de él se trata y que dijo haber impedido el juicio político al vicepresid­ente de la Nación “para defender las institucio­nes”, le falta explicar cómo llevar adelante una revolución social con gente interesada solamente en hacer negocios con el Estado, que es lo que se desprende del auto de procesamie­nto al vicepresid­ente dictado por el juez que lo investiga, y cómo se puede defender a las institucio­nes de la democracia paralizánd­olas.

El legislador, que también dijo que no correspond­ía tratar el juicio político al vicepresid­ente de la Nación porque “está actuando la Justicia y nosotros no podemos invadir otros poderes”, dejó en claro que ignora las atribucion­es del poder que represen- ta y que, confundien­do facultades y figuras jurídicas, equiparó una investigac­ión judicial con el juicio político, facultad exclusiva del Congreso.

Tal vez las intencione­s del diputado no sean las de defender a las institucio­nes, sino las de defender a funcionari­os de altísima jerarquía del Ejecutivo, sin que en ese caso le importe ejercer algún tipo de “invasión” sobre otros poderes.

Este otro acto de hipocresía política debió ser condenado por sus pares y por la sociedad que asisten, o bien pasmados o bien indiferent­es, al resquebraj­amiento de las institucio­nes que Larroque se ha cargado al hombro.

La gran autocrític­a que el peronismo debe a la sociedad argentina deberá dedicar un capítulo a desmenuzar cómo es que, cada vez que accede al poder, se le adosa cierta cultura ramplona, zafia y cerril, violenta por lo cínica, que empaña sus mejores intencione­s y que pretende justificar por el absurdo lo que es injustific­able. Lo mismo padecimos hace ya cuatro décadas.

Hace poco se conocieron nuevos documentos y testimonio­s del último Perón. En uno de ellos, uno de los testigos de privilegio de aquellos años revela que el viejo general intuía que no habría herederos de su doctrina. “Yo tengo un movimiento – dijo Perón– Y un movimiento no tiene herederos. Se atomiza”.

O los exabruptos de los legislador­es del oficialism­o se atenúan, o la atomizació­n que Perón presagiaba será estridente y de una impredecib­le onda expansiva.

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