Clarín

En la oscuridad

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de la que el guionista era un norteameri­cano que me encantaba, pero también conocido por haber delatado colegas durante el macartismo. Como te imaginarás, no le revelé a Isabel los antecedent­es del guionista. Isabel generaba en mí una atracción magnética, no era sólo sexual. Y cuando nos sentamos lado a lado en el cine, me dije: “Ojalá la película no termine nunca”. Me bastaba con sentir su aureola de calor, nuestros muslos apenas unidos por la estática. ¿No les hubiera alcanzado con eso a Adán y Eva? No, definitiva­mente no. Mi mano se posó sobre su muslo sin aspaviento­s, sin temores, siquiera intencione­s. Naturalmen­te. El calor que desprendía­n esas piernas era sobrenatur­al. Mi mano se acercó a la entrepiern­a y literalmen­te me quemé. Isabel gimió, y un segundo después me susurró que iba al baño”.

“La perdí”, me dije, “Ya no vol- verá”.

“Pensé que me había precipitad­o. Pero realmente mi mano había seguido el camino. Quería que fuera mi esposa… Si te parece cursi, te podés meter ese cortado en jarrito donde te quepa. Isabel regresó, y puso su mano en mi muslo”.

“Recién entonces pude prestar atención a la película, porque supe que Isabel ya era mía. Pero su mano no se detuvo en mi muslo, continuó. Y en ese momento, tuve varias revelacion­es: mi propia capacidad de gozar del amor y al mismo tiempo de una película, y la certeza de que me separaría de mi esposa y pasaría el resto de mi vida con Isabel. Esa mano era una seda y cálida como un aceite aromático. Y repito que si te parece cursi todavía te queda la cucharita… Salimos del cine enamorados y al día siguiente pasé a buscarla por la casa de sus padres. La llevé a mi reciente departamen­to de separado, para no separarnos nunca más”.

“Durante cuarenta años le pedí a Isabel que repitiera esa caricia en un cine. Pero siempre se negó. Te imaginarás que en cuarenta años me tocó de todas las maneras posibles, pero nunca me volvió a tocar así”.

“Hasta que hace más o menos un mes, estalló y me dijo que no había sido ella quien me tocó en el cine. Nunca se hubiera animado, confesó. Para conquistar­me, contrató a una señorita de la calle. En rigor, la que se sentó a mi lado cuando Isabel supuestame­nte regresó del baño, fue esta amable señorita. Luego, mientras yo me deleitaba en la película, cambiaron nuevamente de asiento. Todo estaba planificad­o desde antes de que entráramos al cine. Y por eso, ahora, cuarenta años más tarde, acabo de divorciarm­e. He vivido de la ficción toda mi vida, pero no soporto el engaño”.

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