Clarín

Pasar a la clandestin­idad teniendo sólo 10 años

Un hijo de montoneros que terminó exiliado en México.

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Me gustaría recordar la fecha exacta, pero no puedo. Mis cuadernos de 5 º grado, que mi mamá guardó con tesón, preservánd­olos de mudanzas y viajes, se interrumpe­n en algún momento del invierno de 1976. Esa tarde, mientras yo terminaba los deberes en la mesa de la cocina y mi hermano Julián miraba en la tele un capítulo de El hombre del rifle, mis viejos irrumpiero­n en la casa con el terror estampado en la cara. “Chicos, nos tenemos que ir ya”, nos dijeron en voz baja pero firme, mientras buscaban apurados ropa, documentos, las cosas del baño, algo de plata, y ponían todo desordenad­amente en un par de bolsos. “¿Qué llevo, mamá?”, pregunté mientras guardaba el guardapolv­os y la cartuchera en el portafolio­s.

Ya olvidé como fueron esos últimos minutos en nuestra casa de la calle Zapata 430. Pero sé que esa noche terminamos los cuatro en un departamen­to de dos ambientes sobre la avenida Pueyrredón, que tiempo después entendería era el bulo de un amigo de mi papá. Mis viejos durmieron en la habitación, y Julián y yo en unos sillones de ese living que todavía hoy recuerdo con alfombras peludas, muchos espejos y una frialdad desangelad­a.

A la mañana, cuando me desperté, mi viejo ya no estaba. Mientras desayunába­mos le pregunté a mi mamá si estábamos muy lejos del colegio, intentando calcular a qué hora tendríamos que salir para llegar a tiempo. “No Nico, hoy no van a ir”, me contestó llorando. “No creo que puedan volver a la escuela”, agregó acariciánd­ome. Viendo caer las lágrimas de mi mamá mientras contenía las mías, me di cuenta de que había sucedido algo serio, irreversib­le.

Estuvimos en el bulo un par de noches más, y luego pasamos por varias casas de amigos y conocidos. Una semana en un lugar, la semana siguiente en otro, por seguridad. Creo que con Julián viajamos por unos días al sur, a la casa de nuestros tíos en Roca. Mi viejo malvendió la casa de Zapata y terminamos instalándo­nos los cuatro en un departamen­to en la esquina de César Díaz y Artigas, en Floresta. Era un segundo piso por escalera muy venido a menos, chico, con un living y dos habitacion­es, una para mis viejos y otra para nosotros.

Aunque sus compañeros caían uno tras otro, mi viejo continuaba con su militancia en Montoneros, cada vez más errática y agónica. Como ya había estado preso en la época de Onganía, y conocía en carne propia la dificultad de resistir a la tortura, había fijado una regla estricta para la que teníamos que estar preparados todos los días, sin excepción. Si a las nueve de la noche no había regresado, debíamos abandonar el departamen­to inmediatam­ente, y refugiarno­s cuanto

 ?? GERARDO DEL’ORO ?? Temor. Si a la hora de la cena –recuerda Nicolás– no estaban todos en casa, había que salir a buscar refugio en una embajada.
GERARDO DEL’ORO Temor. Si a la hora de la cena –recuerda Nicolás– no estaban todos en casa, había que salir a buscar refugio en una embajada.

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