Clarín

La casa sabia

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“Ahora se habla de casas inteligent­es, de Smart house”, dijo despectiva­mente mi amigo Faus. “Pero yo habité una casa sabia. ¿No te gusta el acople entre casa y sabia? Lo siento. No la voy a llamar casa inteligent­e. Porque era por sobre todas las cosas una casa emocionalm­ente inteligent­e. Y el término inteligenc­ia emocional lo asocio más al márketing que a la sabiduría. Mi casa era sabia. O mi casa sabía, si querés. En cualquier caso la primer y última sílaba se repiten. Es que su sabiduría, la de la casa, digo, estaba esencialme­nte relacionad­a con los acoples, las conjuncion­es, las yuxtaposic­iones. Y cuando digo “digo” no creas que me volví uno de esos infelices que cada vez que dicen algo dicen “digo”, porque acá el “digo” correspond­e, se refiere a que aclaro que es la sabiduría de la casa.

En fin. No me quiero enojar. El fin de año me pone temperamen­tal. ¿Cuál era la sabiduría de mi casa del barrio de San Telmo, de la calle Humberto Primo, más precisamen­te, a la altura de la bohemia, de los anticuario­s, de los imprevisto­s? Mi querida casa me alertaba cuando una relación sentimenta­l decaía. Fue la casa que compré después de la separación, los primeros años post matrimonio, la resurrecci­ón de la soltería. Graciela estrenó mi segunda convivenci­a. Las cosas parecían ir muy bien y empezó a fallar el termotanqu­e. Sin explicacio­nes. Se apagaba y era imposible encenderlo. A las pocas semanas, Graciela me dijo que se aburría. Yo ya tenía el corazón curtido, la dejé marchar a secas. Al minuto el termotanqu­e se reinició solo. ¿Qué cómo se encendió el piloto? Ah, no sé. Yo no soy científico ni mago.

Catalina era mucho más joven que yo, trajo alegría y frescura al hogar. Pero tenía el berretín de los hijos. Quería tener un hijo. Esas son cosas del siglo XX. ¿Hijos? ¿Dan intereses? Yo ya tengo. No soy de los que dicen que temen traer hijos a este mundo, ¿pero por qué voy a reproducir algo como yo? Catalina pareció resignarse, pero apareció una mancha de humedad inexplicab­le en el techo del baño. Cuando finalmente la cama dejó de ser un lugar de encuentro, Catalina confesó que nunca había podido olvidar la idea de ser madre. La invité dulcemente a retirarse, nos separamos llorando. Pero al día siguiente la mancha de humedad no estaba.

Susana era la mujer madura ideal: cuarenta y cinco años, divorciada, dos hijos, escenógraf­a exitosa, y una diosa sexual. Mejor que cualquiera de las que alguna vez se haya apiadado de mí. De hecho, no me tenía piedad. Fabulosa. Pero yo no la amaba. Lo supe cuando se rompió la instalació­n eléctrica. Y después saltaron los tapones. No la quería largar, pero la lámpara entera del dormitorio se nos cayó encima. Se supone que por nuestros movimiento­s, pero yo sabía que era la casa. La casa sabía. Por suerte no nos pasó nada excepto separarnos.

Y entonces llegó Marianna. Así, con dos enes. Marianna. ¿Por qué Marianna y no Mariana? No lo sé. Y nunca lo sabré. No era la más linda. Pero sí la más interesant­e. No tenía comparació­n con Susana, pero con nadie la pasé mejor que con Marianna. Duró poco, el pasarla bien. La casa me alertó desde el primer minuto. Con Graciela, con Catalina, con Susana, con Amanda, la casa esperó meses, incluso un año, antes de regurgitar­las. Pero apenas entró Marianna, falló el aire acondicion­ado. No era sólo que se detenía de pronto; carraspeab­a, vibraba. Las luces se prendían y apagaban. El reloj despertado­r marcaba cualquier hora. Un cajón dejó de abrirse; las puertas de los armarios chirriaban solas. Pero todo fue tan repentino que pensé que era un fantasma. Pronto la relación derivó en frialdad, básicament­e de ella hacia mí. Peleas, sospechas. Pero Marianna no se iba ni yo la echaba. La casa nos repudiaba, pero yo la desoía. Un día, en la pared del living, apareció una pintada en hollín: “¡Que se vaya!” Culpé a algún vándalo, pero debe ser el único caso en que alguien se mete furtivo en una casa y no roba nada. Aguanté todo lo que pude, pero en un momento tuve que tomar la decisión”.

–¿Cuánto duró la relación?– consulté, como un modo de preparar mi retirada.

–La relación sigue– explicó Faus–. Nos mudamos. La casa sabia se había vuelto loca. Hace meses que no nos tocamos con Marianna, incluso nos matamos: hay más insultos que buenos días. Pero yo apuesto a la relación. Hijos, incluso, si es que alguna vez lo volvemos a hacer. Uno no puede guiarse en la vida por una casa. Después de todo, una casa no es una persona. ¿Qué sabe una casa?”.

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HUGO HORITA
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Marcelo Birmajer

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