Clarín

Villa Gesell: la playa del rayo a un año de la tragedia

Se cumple el primer aniversari­o del día en que una tormenta eléctrica mató a 4 personas en la playa. Hablan los testigos que este año volvieron a descansar y trabajar en ese lugar.

- PINAMAR. ENVIADA ESPECIAL Gisele Sousa Días gsousa@clarin.com

Todos –la dueña, el empleado, la clienta– estaban parados en distintos lugares, pero de esa tarde en Villa Gesell recuerdan lo mismo: los 40 metros de arena entre las carpas, donde más temprano los turistas tomaban sol y jugaban al voley, convertido­s, en segundos, en un escenario de guerra. Una explosión, gente convulsion­ando, gente gritando, gente corriendo, gente cayendo rígida sobre la arena mojada.

Pero esa tarde, a los tres les tocó un papel inesperado. Emilce, que además de ser la dueña del balneario Afrika es psicóloga, tuvo que contener a los heridos y a los familiares de los jóvenes muertos. Ramón, que además de ser carpero era quien resolvía cualquier problema del balneario, quedó petrificad­o en la arena, como en esos sueños en los que uno ve todo pero no puede moverse. Y Vivian, que además de ser clienta es médica emergentól­oga y hasta había socorrido en la explosión de la AMIA, quedó literalmen­te paralizada. Pasó un año de esa tarde trágica –el balneario donde murieron 4 personas está casi lleno, la carpa número cinco, donde el rayo descargó con mayor furia, ya no lleva el número cinco–, y hoy los tres decidieron contar su historia.

Eran las 16.45 y lo que Emilce Gioia vio fue “una explosión muy grande, como si fueran mil luces que estallaron al mismo tiempo”. Salió, vio a más de 50 personas tiradas en el balneario que su padre había fundado 49 años antes, empezó a cargar heridos como pudo en su auto y llegó primera al hospital. “Yo había hecho muchos cursos de atención psicológic­a en catástrofe­s... no me preguntes por qué. Tenía toda la teoría encima: sabía que ante un hecho tan dramático hay que tratar de afianzar a las víctimas a los lazos que queden, tratar de que entre las familias de los fallecidos pudieran formar una red de contención. Pero en la práctica fue muy duro”, dice.

Pasó un año, el 70% de las 95 carpas están otra vez ocupadas, los clientes de siempre siguen viniendo y uno de ellos, que pidió no aparecer, decidió quedarse en la carpa número 5: el epicentro de la caída del rayo mortal. Pasó un año pero hay un recuerdo que sigue vivo. “Lo primero que veo todos los días cuando llego es el lugar donde fuimos acostando a las víctimas: lo que veo es ese momento en el que

Las carpas donde los turistas tomaban sol, en segundos, fueron un campo de guerra

nos tocó decidir, en el medio del caos y de los gritos, que había que dejar ahí a los que ya estaban fallecidos y llevarse a los que tenían posibilida­des de vivir”, cuenta Emilce, con pena en la voz.

Ramón Fernández, el carpero, era uno de los que tenía posibilida­des: había quedado tieso pero consciente al costado de un tamarisco tupido y durante un rato largo nadie lo vio. “Yo podía ver a todos tirados en el piso pero no sentía los brazos ni las piernas. Pensé que alguien me había pegado un palazo en la cabeza”, cuenta ahora. Hasta que lo encontraro­n desplomado en la arena y lo llevaron al hospital. Ramón quedó internado, se salvó y eligió seguir trabajando en Afrika. Hoy, la única huella física de aquella tarde es un pedazo de piel chamuscada y negra en el muslo: el lugar exacto, a la altura del bolsillo, donde guardaba un destapador de metal.

Pero a Vivian Calviño, clienta de siempre de Afrika, alguien le dijo que el carpero estaba muerto. “Yo nunca había sentido miedo y ese día sí: miedo a la naturaleza. Vi fue una luz blanca que se me vino encima y explotó, y después otra. Y ahí quedé: no podía caminar, no podía respirar, me quedé sin voz, y empecé a llorar”. Vivian, que es emergentól­oga y psiquiatra, entendió después lo que había aprendido en los libros: ahora sabe, centímetro a centímetro, cómo se se siente el estrés traumático en el cuerpo.

“Cuando llegué al hospital para ayudar quedé shockeada. Eran todos conocidos. Empecé a mirar las las caras y ahí, entre las camillas desparrama­das por los pasillos, encontré a Ramón. Me acuerdo eso: lo abracé y lloré, como si fuera mi hijo”. Por eso, lo que hoy los une no es sólo el horror compartido: Emilce decidió reabrir el balneario, Ramón decidió seguir trabajando y Vivian, seguir veraneando en Afrika.

Pasó un año y pasó de todo. Hubo familiares de los chicos muertos que un día vinieron a buscar lo que les había quedado en la carpa. Hubo un turista que les dijo que deberían cobrar más barato por lo que les había pasado. Hubo momentos en los que un flashazo de una cámara de fotos les hizo erizar la piel. Y hubo una investigac­ión judicial que dijo eso: la naturaleza, nada más. Y nada menos.

 ?? ANDRES D’ELIA ?? Carpa 5. Clarín visitó el lugar del balneario Afrika, de Villa Gesell, donde cayó el rayo. Este verano, la carpa no tiene número. Y fue alquilada por turistas que pidieron reserva.
ANDRES D’ELIA Carpa 5. Clarín visitó el lugar del balneario Afrika, de Villa Gesell, donde cayó el rayo. Este verano, la carpa no tiene número. Y fue alquilada por turistas que pidieron reserva.
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