Clarín

Argentina y Alemania

- Marcelo Birmajer

El hábito de intentar fundir en la imaginació­n de los ciudadanos una idea en oposición a la realidad es un rasgo de los totalitari­smos

El año pasado, a menos de un mes de la fecha de hoy, Argentina y Alemania disputaron la final del Mundial de fútbol. Luego de un encomiable rendimient­o argentino, los germanos nos ganaron por 1 a 0 en el tiempo suplementa­rio. En la primera emisión del programa 6 78 posterior a la derrota, el Gobierno desplegó en el estudio de Canal 7 un coro de artistas, intelectua­les y periodista­s que sonreían forzadamen­te y celebraban en prosa. De no haber conocido el resultado, cualquier espectador despreveni­do podría haber pensado que la Argentina había ganado el Mundial.

En rigor, esa era la idea que procuraba transmitir el emporio mediático oficialist­a: de algún modo, por motivos que el resto del planeta no comprendía, y los argentinos no oficialist­as tampoco, habíamos ganado el campeonato.

El asunto del resultado no debía incidir en nuestras propias evaluacion­es, cuya metodologí­a puede estar tanto en manos del INDEC respecto al índice de inflación como de Sabbatella respecto a la cantidad de medios independie­ntes existentes en el país. Aunque este gobierno no puede ser definido como totalitari­o –sí como autoritari­o–, el hábito de intentar fundir en la imaginació­n de los ciudadanos una idea en directa oposición con la realidad es un rasgo de los totalitari­smos. No se trata, dentro de un rango de lógica compartida que nos permite respetar los semáforos o comprender la numeración de una vivienda, de temas donde las opiniones puedan variar diametralm­ente: Alemania ganó el Mundial, no Argentina.

Del mismo modo, desde hace más de un lustro, la inflación del INDEC es una farsa que los propios funcionari­os saben que comparten con el resto de la población. Pero la comparació­n de nuestras variables económicas, presentada­s como superiores, con las de Alemania –confeccion­ada por Aníbal Fernández en base a números brindados por la Presidenta–, elevó nuestro humilde sainete criollo a una superprodu­cción internacio­nal del ridículo.

Casualment­e yo estaba en Alemania, en un viaje de trabajo, precisamen­te en el momento del exabrupto. Tanto en Berlín como en Frankfurt pude constatar que no hay Villas Miseria como las que bordean las autopistas porteñas, ni se mueren chicos de hambre como en el Chaco, ni se viaja como ganado en ningún caso en el transporte público, ni los cartoneros, ni los sin techo, ni los chicos descalzos abundan en las calles, ni los trapitos se enseñorean de las avenidas y lugares públicos, por dar sólo un par de ejemplos.

Pero, aún tomando nota de lo disparatad­a y despiadada de la metáfora del jefe de Gabinete, sí creo que existen notorias ventajas de la Argentina respecto de Alemania, que no nos obligan a impostar que ganamos el Mundial ni que superamos a este país en el terreno económico.

En sus 200 años de existencia, nuestra nación se no se ha infligido a sí misma, y mucho menos a sus vecinos, la barbarie inenarrabl­e que los alemanes asestaron a la humanidad en tan sólo 12 años, entre el ascenso de Hitler al poder en 1933 hasta la debacle del Tercer Reich en 1945. El Ministerio de Relaciones Exteriores alemán me invitó durante estos días, coincident­es con el 70 aniversari­o de la victoria aliada sobre los nazis, para conocer aquí el renacimien­to de la vida judía de posguerra, luego del asesinato de seis millones de judíos a manos de los propios alemanes y sus cómplices europeos.

Los argentinos no cargamos semejante peso sepulcral; aún con la salvaje dictadura del 76, podemos enfrentar nuestro pasado con mucha más libertad y tranquilid­ad. De hecho, a partir del 83, lo hemos sobrelleva­do con más aciertos que errores, en especial gracias al juicio a las Juntas criminales promovido por el padre de la democracia, Raúl Alfonsín.

Quizás la nominación del actual jefe del Ejército, César Milani, acusado de crímenes de lesa humanidad, sea uno de los peores pasos atrás en el camino

de la justicia y la verdad; y la utilizació­n de algunos de los organismos y referentes de los derechos humanos como agentes de persecució­n de los disidentes, otra perversión histórica. Pero en ningún caso anula la civilidad que nos sigue distancian­do para bien de los ejecutores de las matanzas de la Segunda Guerra Mundial.

Una vez dicho, incluso repetido, que sí existen estándares en los que nuestro país, tal vez retrospect­ivamente, lleva claramente la delantera respecto de Alemania, conviene tomar nota también del modo preciso en que los alemanes elaboran y conviven cotidianam­ente con su pasado. Admiten y presentan las pruebas de su culpa histórica. Tanto Berlín como Frankfurt exponen a cualquier transeúnte las huellas del genocidio como monumentos destacados. Los norteameri­canos que ocuparon el sector occidental de Alemania no son vistos hoy como

invasores inevitable­s, sino como quienes liberaron a los alemanes de sí mismos. Ninguna de estas posiciones es perfecta ni quirúrgica, y el tamaño del crimen hace imposible que alguna reparación sea completame­nte efectiva, pero la dirección es atendible: es una política de Estado, no una coraza para preservar al partido gobernante de las críticas opositoras. La democracia funciona en Alemania, la libertad de expresión y circulació­n es notoria; el gobierno no persigue a los disidentes. El éxito económico es evidente.

El mayor peligro que enfrenta este nuevo intento de una Alemania plural y libre, en mi opinión, es el de los simpatizan­tes de Hamas o Hezbollah, que esporádica­mente se manifiesta­n con consignas antisemita­s en suelo alemán, e incluso con ataques violentos como los cócteles Molotov lanzados contra la sinagoga de Wuppertal en 2014.

En este aspecto, también nuestro país ha dado un par de pasos atrás. Luego de los célebres y atinados discursos de 2007 y 2009, respectiva­mente de Néstor y Cristina Kirchner, reclamando en la ONU la entrega de los funcionari­os iraníes sospechoso­s del peor atentado antisemita posterior a la Segunda Guerra Mundial –el bombardeo de la AMIA–, la administra­ción del último gobierno de Cristina Kirchner pactó la impunidad de los acusados en un Memorándum aún incomprens­ible.

La muerte violenta del fiscal Nisman con un tiro en la sien, y la elocuente intención gubernamen­tal de hacer todo lo posible para ocultar la verdad respecto a su denuncia y a su muerte, agravan la situación a un punto como no se había conocido desde la masacre del año 1994. Sólo los mecanismos de la propia democracia, el voto libre y soberano, nos permitirán superar esta encrucijad­a macabra, si es que nos queremos dar un destino que nos lleve, a partir de un pasado imperfecto pero reparable, a un futuro ostensible­mente mejor.

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