Clarín

Una plaza llena de flores, en Ushuaia, junto al Museo del Fin del Mundo

En los confines del territorio austral. Quienes llegan a Tierra del Fuego pueden encontrars­e con historias de explorador­es y pioneros como el que aquí se rescata.

- Alejandro Winograd Biólogo, escritor y editor

Permítanme que les hable de Oscar Zanola. Pero antes de empezar, me siento obligado a presentar una disculpa, o por lo menos, a hacer un reconocimi­ento: no estoy en condicione­s de afirmar que todo lo que vaya a decir sea cierto. En parte porque, se sabe, la memoria es engañosa, y mis primeras impresione­s –las que más cuentan- sobre Oscar se remontan a más de treinta años. Pero, además, porque una parte de lo que sé acerca de su vida es lo que él mismo contó. Y también se sabe; hasta el más riguroso de los jueces está dispuesto a reconocer que nadie, ni el inocente ni

el culpable, tiene la obligación de declarar en contra de sí mismo.

Oscar nació en San Rafael (Mendoza), pero prefería ser considerad­o – y así se sentía- fueguino. Y solía decir que la parte de su vida que de verdad importaba empezó

cuando llegó a Ushuaia como suboficial de la Prefectura. En algún momento –no sé si antes o después de llegar a la isla- cometió un error y una falta. El error tuvo algo que ver con el manejo de explosivos y le destrozó la mano izquierda.

Y la falta le valió la incorporac­ión a un escuadrón de castigo. La verdad, nunca pensé que en la Prefectura argentina hubiera tal cosa, y mientras lo escribo, no puedo dejar de lado la sospecha de que se trata de una idea robada al autor de Beau Geste, para quien no existía un destino más duro ni más triste que el

de los Joyeux o los Zéphyrs; los dos batallones a los que iban a parar los más peligrosos, los más rebeldes, los más desafortun­ados de los integrante­s de la Legión Extranje

ra. Pero si es así, bienvenido sea; durante los años siguientes hubo muchas ocasiones en las que Oscar se ajustó a los mismos patrones de conducta –anticuados y confusos a veces, pero siempre honorables- de los hermanos Geste, y no estaría fuera de lugar que, como ellos, se haya visto injustamen­te arrojado a su destino.

Por otro lado, el hecho más importante de aquella época de su vida tuvo poco que ver con su status en las fuerzas de seguridad, y fue que conoció a Irma, la mujer que lo acompañarí­a en el largo camino que estaba por emprender. Castigado o no, Oscar había sido destinado

al destacamen­to de la diminuta Isla Conejo –aunque también puede haber sido al de la, igualmente diminuta, isla Redonda-, y para visitar a Irma se veía obligado a apoderarse clandestin­amente de alguno de los botes del destacamen­to y a remar cuatro o cinco kilómetros en medio de la oscuridad y en las aguas, siempre inquietant­es, del canal Beagle. Muchos años después tuve la oportunida­d de nave

gar con él. El objetivo era cruzar la bahía Thetis por agua con el fin de ahorrarnos una caminata de diez o doce horas. Nuestra embarcació­n, la Manekenk, era una pequeña balsa de tablas unidas con alambres –literalmen­te- y mantenidas a flote por los viejos tambores en que se recogía el aceite de los lobos marinos que se faenaban en la vieja factoría Seffeld. El resultado fue,

por cierto, bastante desafortun­ado, pero debo decir que, cualquiera haya sido la extensión de sus conocimien­tos marineros, aquella noche Oscar demostró que, puesto en el agua, no se asustaba fácilmente.

El siguiente capítulo de su historia se inició con la fundación del Grupo de Explorador­es de Tierra

del Fuego, una versión local de los boy scouts en el que varios de los personajes más prominente­s de la sociedad fueguina de hoy aprendiero­n que se puede saber hacia dónde está el sur buscando el musgo que crece en los troncos de los árboles; que un guindo puede ofrecer, al mismo tiempo, hojas verdes que impiden el paso de la lluvia y ramas secas con las cuales encender fuego; que las águilas, a diferencia de los caranchos, pueden pasarse el tiempo que sea en el aire sin batir las alas; que los petreles anuncian las tormentas; que la única manera de recorrer el bosque sin perderse es siguiendo las huellas de los guanacos, y lo más importante de todo, que Tierra del Fuego estaba – está

llena de tesoros. Y que él sabía en donde encontrarl­os.

En 1979, Oscar recibió la comisión de organizar un museo. En principio, se suponía que iba a ser lo que por entonces se llamaba “un museo regional”, esto es, una combinació­n de huesos, piezas arqueológi­cas, y sobre todo, objetos vagamente antiguos que daban cuenta de los triunfos e infortunio­s de los primeros pobladores y sus descendien­tes. Pero Oscar tenía un objetivo más ambicioso, y en poco tiempo, aquel supuesto museo regional se convirtió en una pequeña leyenda y en el germen de una especie de marca que ha sido utilizada y reproducid­a hasta el cansancio en los folletos de promoción turística de la provincia: el

Museo del Fin del Mundo.

Durante la segunda mitad de la década del ’80 y todo a lo largo de la del ’90, Oscar y su museo fueron algo así como el centro de gravedad de Tierra del Fuego. Allí era en donde llegaban todas las personalid­ades que visitaban la isla: el capitán Cousteau y su infaltable gorro rojo, presidente­s, ministros, gobernador­es, embajadore­s, artistas, explorador­es, periodista­s y científico­s de todo el mundo. Allí era, también, en donde tenía lugar una ronda continua de reuniones destinadas a analizar temas tan diversos como la formación de los guías de turismo, el futuro de la isla de los Estados, el traslado a Ushuaia del Instituto Antártico Argentino, la apertura al público de una parte de la Base Naval y tantos otros sobre los que Oscar solía decir que “Si no se ocupa nadie, se ocupa el museo”. Pero ya se dijo, lo que más le importaba eran los tesoros. Y apenas pudo reunir los recursos y el prestigio necesarios, fue a buscarlos. El primero que trajo, y que todavía hoy adorna la sala principal del museo fue el mascarón de proa del Duquesa de Albany que, en un giro casi demasiado literario como para ser creíble –y a pesar de ello, cierto- había sido decapitado.

Después vino la Biblioteca reser-

Oscar tenía un objetivo más ambicioso, y en poco tiempo, aquel supuesto museo regional se convirtió en una pequeña leyenda” En la entrada de uno de los barrios más lindos de Ushuaia hay una plaza, o más bien una plazoleta, que lleva su nombre”

vada, una valiosa colección de primeras ediciones de las obras de buena parte de los viajeros que descubrier­on la Patagonia, Tierra del Fuego y la Antártida. Y mientras tanto, casi podría decirse que conquistó la península Mitre; un territorio de más de 3.000 km2 que ocupa “la punta”

de Tierra del Fuego y que prácticame­nte nadie había visitado durante los últimos 30 años. Hacia el final de su gestión, el museo había adquirido un aire de guarida de piratas, tan rebosante de objetos valiosos que ya no había tiempo para ordenarlos y clasificar­los y, mucho menos, espacio para exhibirlos. Y también se parecía a una guarida de piratas por la trama de celos, ambiciones e intrigas que, según hemos leído en tantas novelas, es la secuela inevitable del éxito de cualquier capitán.

Hace un par de meses me invitaron a participar de un programa acerca de la historia del museo. Fue una entrevista filmada de poco más de una hora y en su curso dije, poco más o menos, las mismas cosas que acabo de contar. Como era de esperar, también me preguntaro­n por lo que siguió; por la última época de Oscar al frente del museo y por lo que se hizo –y se dijo- de él una

vez que lo dejó. No creo que sea necesario, ni cortés, detenerse en ello. Pero sí puedo decir que, por muchas que hayan sido sus faltas, ninguna fue tan grave como las injusticia­s

que se cometieron cuando llegó el momento de reemplazar­lo.

Si una sociedad se mide por lo que hace con aquellos que la han servido y por la manera en que aprovecha su experienci­a, lo que se hizo con él merece una magra calificaci­ón. Oscar murió joven y un poco triste. Pero era raro oírlo quejarse, y siempre se las arregló para que la modestia con que vivía se pareciera más a la del filósofo que a la de un hombre pobre, aunque nunca tuvo pudor en admitir que eso era lo que había sido y lo que había vuelto a ser. En la entrada de uno de los barrios más lindos de Ushuaia hay una plaza, o más bien una plazoleta, que lleva su nombre. Está justo frente a la casa en la que vive Irma. Y sea por los cuidados que se le brindan o porque así lo quiso el destino, está, siempre, llena de flores.

 ?? GENTILEZA A.W. ?? Homenaje. Durante los años ’80 y ’90, Oscar Zanola y su museo fueron un centro de gravedad de los fueguinos. Hoy, se lo recuerda.
GENTILEZA A.W. Homenaje. Durante los años ’80 y ’90, Oscar Zanola y su museo fueron un centro de gravedad de los fueguinos. Hoy, se lo recuerda.

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