Clarín

Ochociento­s años de la Carta Magna

- Peter Singer Profesor de Bioética en la Universida­d de Princeton

El documento que le impone un límite al uso arbitrario del poder político todavía inspira las luchas contra la opresión y la injusticia.

Apoco de despegar del aeropuerto de Heathrow, en las afueras de Londres, a veces el avión sobrevuela un prado llamado Runnymede. Hace ochociento­s años, ese lugar era escenario de un colorido espectácul­o: una multitud de tiendas de barones y caballeros cubría el terreno, y entre ellas se alzaba, más alto, el pabellón del rey Juan de Inglaterra, como la carpa de un circo con el estandarte real ondeando en la cima.

Pero a pesar de la apariencia festiva de la asamblea, la atmósfera era sin duda tensa. El propósito del encuentro era zanjar una disputa entre los barones rebeldes y su rey, un gobernante a quien un contemporá­neo describió como “malvado a más no poder”. El rey solía apropiarse de los bienes, y a veces hasta de las personas, de lores o mercaderes ricos y exigir un pesado rescate por su liberación. Cuando fue derrotado en Francia, un grupo de barones se rebeló contra él y capturó Londres. El arzobispo de Canterbury medió y el rey tuvo que aceptar las demandas de los barones, expuestas en

un documento titulado Carta Magna.

La Carta Magna no parecía destinada a durar. Fue anulada y luego se la volvió a promulgar. Cuando el siglo llegaba a su fin, ya lo citaban los plebeyos en sus luchas contra la injusticia. Otros rebeldes posteriore­s, incluidos los revolucion­arios americanos y Nelson Mandela, también la invocaron como fundamento de sus acciones. El artículo 39 de la Carta Magna declara: “Ningún hombre libre podrá ser detenido o encarcelad­o o privado de sus derechos o de sus bienes, ni puesto fuera de la ley ni desterrado o privado de su rango de cualquier otra forma, ni usaremos de la fuerza contra él ni enviaremos a otros que lo hagan, sino en virtud de sentencia judicial de sus pares y con arreglo a la ley del reino”. El artículo 40, sucintamen­te, enuncia otro potente principio: “No venderemos, denegaremo­s ni retrasarem­os a nadie su derecho a la justicia”.

Aunque la Carta Magna no impide por sí misma la sanción y la aplicación de leyes injustas, eleva la ley por encima de la voluntad del gobernante. Por desgracia, muchos países todavía no aceptan esta idea. No sólo eso, sino que, como demuestra la permanenci­a del campo de prisionero­s estadounid­ense en la Bahía de Guantánamo, incluso países que remontan sus institucio­nes políticas a la Carta Magna dejaron que la percepción de

amenazas a su seguridad debilitara el principio de que a nadie se lo arrestará si no es con arreglo a la ley del país y a nadie se le retrasará el derecho a la justicia.

Otros rebeldes posteriore­s, incluidos los revolucion­arios americanos y Nelson Mandela, también la invocaron

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