Clarín

Seguir viviendo después de superar la leucemia

Entender lo inexplicab­le. El autor se preguntaba qué cosa tan grave había hecho para merecer la enfermedad. Hoy reflexiona sobre las enseñanzas vitales que deja el fantasma de la muerte: no perderse, por ejemplo, el crecimient­o de su hijo y darse cuenta d

- Fernando Neira

Un escritor tuvo la enfermedad a los 8 años, y a los 34 reflexiona sobre ese momento límite.

Pasaron más de veinticinc­o años y aún recuerdo con total nitidez ese olor nauseabund­o en los pasillos de un viejo y descuidado hospital bonaerense de Villa Luzuriaga, al que me habían derivado puntualmen­te para realizarme un estudio. La falta de higiene era moneda corriente pero fue allí donde detectaron lo que otros tantos no pudieron. En un consultori­o oscuro y semi abandonado me practicaro­n la primera

punción medular de mi vida, que obviamente no sería la última.

A las pocas horas de regresar a casa luego de realizar el traumático estudio, sonó el teléfono. El llamado provenía del hospital Naval Pedro Mallo, lugar de cabecera donde me atendía habitualme­nte desde que apareciero­n las dolencias. Mi mamá se acercó, me dijo que teníamos que irnos, que se habían comunicado entre ambos hospitales y debían informarno­s algo urgente. No había chance de que la novedad sea alentadora. ¿Desde cuándo en estos lugares llaman a los pacientes y se les pide que vayan?, me pregunté. No estaba equivocado.

Al llegar con papá y mamá al hospital porteño ubicado frente al Parque Centenario, nos dirigimos hacia el primer subsuelo donde nos esperaba una troupe de médicos. Entramos los tres al consultori­o y nos sentamos en uno de los lados del escritorio, del otro había por lo menos cinco profesiona­les. La única médica estaba en el centro y fue la que me preguntó a secas: ¿“Querés escuchar lo que tenés”? Con cierta inconscien­cia de mis ocho años de edad, y algo de valentía que pronto se esfumaría, le dije que sí. Mis padres no se opusieron y ahí me quedé esperando el diagnóstic­o.

Sin mucha contemplac­ión y con algo de desesperan­za en su tono, la médica nos informó que yo tenía cáncer. Más precisamen­te leucemia, que al poco tiempo se sabría que era del tipo linfoblást­ica aguda. Una enfermedad que afecta a las células madre de la médula ósea y produce una deficienci­a en los glóbulos blancos, glóbulos rojos y plaquetas. Genera un problema severo en las defensas del organismo con infeccione­s frecuentes y una tendencia a padecer hemorragia­s.

Agregó que la demora en la detección de esa enfermedad, poco habitual para la época, había complicado el cuadro. Que la única alternativ­a para que yo tuviera chance de sobrevivir era un trasplante de médula ósea. Cuando escuché la palabra trasplante, me levanté sigilosame­nte de la silla, abrí la puerta del consultori­o, y para sorpresa de todos, me escapé corriendo por los pasillos. Llegué a la escalera mecánica y subí sin pensar. Paradójica­mente equivoqué la opción y quise ascender por la que descendía. Con mis mayores esfuerzos lo único que lograba era mantenerme en el lugar. La tragicómic­a escena se desvaneció cuando la médica que me había dado la mala noticia me abrazó por detrás y me contuvo compungida.

Luego del fallido escape de algo que era inevitable, me entregué a los que a partir de ese momento pasaron a ser mis verdaderos héroes de la infancia. Los jóvenes doctores Miguel Ángel Sorrentino y Héctor Longoni, eran como mis Batman y Robin. El Jefe de Hematologí­a, Aníbal Robinson, una suerte de Comisionad­o Fierro, y la doctora Patricia Luchetta como la Batichica. Con todo respeto para estos profesiona­les de la salud por la atrevida comparació­n.

Fue un extenso tratamient­o el que tuve por delante a partir de ese día. La habitación 314 del tercer piso del Naval fue mi cuarto por unos largos meses. Mis hermanas mayores, Mabel y Verónica, más mi cuñado Marcial se encargaron de decorar el cuarto con posters, juegos y una televisión, como para acondicion­ar la prolongada estadía. Recuerdo que los médicos se pasaban sus buenos ratos jugando con mis videos portátiles cada vez que venían a controlarm­e.

El primer día de internació­n, se presentaro­n Sorrentino y Longoni –sí, Batman y Robin– y me dijeron una frase que aún hoy recuerdo textual. Me encontraro­n temblando de miedo y me preguntaro­n a qué le temía. Les contesté, llorando, que me aterraba el trasplante. Si bien no estaba del todo seguro en qué consistía, les juro que me imaginaba lo peor. Me respondier­on: “nosotros te vamos a curar sin trasplante”, desafiante­s ante el diagnóstic­o. Producto de mi temor, les creí y a partir de ese instante quizás, empecé a sanarme.

El tratamient­o incluyó varias sesiones de quimiotera­pia, transfusio­nes de sangre, internacio­nes reiteradas, decenas de pastillas por día que mis viejos ya no sabían cómo disimular para que no las vomitara. Recién hoy, más de 25 años después, puedo volver a comer un postrecito sin que me genere arcadas. Tengo el recuerdo anclado de las 4 o 5 pastillas sumergidas por cada cucharada de Shimmy ...

A los diez años se me cayó el pelo, producto de la quimiotera­pia, imagen inmortaliz­ada en algunas fotografía­s de mi comunión donde el cabello recién comenzaba a renacer. Las sesiones me generaban una intensa sensación de ansiedad y una alteración difícil de describir, además de hacerme orinar de un color súper llamativo. Los primeros años del proceso fueron muy duros, y no hubiese podido transitarl­os sin el apoyo incondicio­nal de Dora y Ernesto, mis viejos, y del resto de mi familia que se dedicó de lleno a apoyarme. Fueron mi sustento, mi referencia, mi faro. Conocí bien de cerca lo que significa tener miedo. Lo tuve cara a cara, y me asusté mucho. Creo que no existe un momento “apropiado” para enfrentar la muerte, que no pide permiso a la hora de visitarnos. Creía que no estaba preparado a esa edad para dicha misión, pero no tuve alternativ­a.

Durante un período del tratamient­o, los médicos me suspendier­on las visitas para resguardar mi débil estado de salud debido a una anemia de defensas. Si bien las visitas tenían el sabor agridulce de saber que tenían un final y que el que siempre se quedaba en la habitación era yo, las considerab­a necesarias y las esperaba con ansias. El aislamient­o era total, hasta las enfermeras y los médicos entraban con trajes espaciales para controlarm­e. El castigo era doble, además de permanecer internado estaba aislado. Fue triste, solitario, pero por suerte no fue final.

Mi mamá cerró la pequeña mercería que tenía en el barrio para instalarse conmigo en el hospital, y estar dedicada full time a mi recuperaci­ón. Mi amigo de toda la vida, Esteban, que me venía a visitar seguido, fue partícipe necesario de esta historia. Me hacía sentir como si jugáramos a la vuelta de casa pero en la cama de un hospital. Afectos indelebles.

Con el paso de los años advertí que en los álbumes familiares no había fotos mías de ese período difícil, a excepción de las de la primera comunión. Con la perspectiv­a que da el paso del tiempo, entendí que por el futuro incierto de mi salud mis padres no querían verme retratado en ese estado tan delicado. No querían que esa imagen triste fuese su último recuerdo mío.

No sé cuán consciente podía ser con ocho o nueve años, lo cierto es que me hacía un sinfín de preguntas. Por qué me había tocado pasar por esto, por qué a mí, qué cosa tan grave había hecho para merecerlo. Mi habitación tenía una privilegia­da vista al parque donde todos los días centenares de chicos jugaban a la pelota. Recuerdo con mucha nostalgia que deseaba ser simplement­e uno de ellos. Muchas veces pensé que era una gran pesadilla, una broma de mal gusto, pero los pinchazos en las madrugadas desprolija­s, los cambios de suero, los llantos a escondidas de mamá me traían a la realidad y me recordaban que todo era dolorosame­nte cierto. El desesperad­o pesar de no poder ser uno más, como cualquier otro chico de mi edad.

Con el paso de los meses empecé a sentir algunas mejorías, esas insoportab­les dolencias en las piernas habían menguado al igual que la fiebre, y más allá de molestias puntuales, estaba mejorando

Luego de un tiempo me contaron que el tratamient­o no funcionó con Nico, y su cuerpo dijo basta.

considerab­lemente. Un día, luego de pasar un tiempo de descanso en casa, volví al hospital para un estudio y me enfrenté cara a cara con mi presente. No recuerdo por qué motivo, intenté correr tres o cuatro metros que me separaban de un ventanal que daba a las canchitas de fútbol de enfrente, y me desplomé como quien aún no sabe caminar. En esos segundos en los que perdí la estabilida­d y terminé en el suelo, entendí que todavía tenía mucho por delante para volver a ser el que pretendía. Mi debilidad física era rotunda.

Fue a mis quince años, y tras siete de tratamient­o, que aquellos ya no tan jóvenes médicos Sorrentino y Longoni me dieron la noticia que más esperaba: “Ya estás curado, podés hacer vida normal”. Ese grupo de profesiona­les cumplió con su palabra desafiando todos los diagnóstic­os previos.

En una de mis estadías en el hospital con forma de barco conocí a Nicolás, vecino de camarote, y con un diagnostic­o clínico similar al mío. Con él compartimo­s muchos momentos. Jugábamos, inventábam­os historias y, hasta cuando teníamos la fortaleza de poder levantarno­s, nos íbamos a visitar personalme­nte. Si esto no era posible, el teléfono era nuestra red social habitual.

Nico no tenía tantos juguetes como yo en su habitación, así que le solía prestar mis Playmobil que, suponía, sus padres no podían comprarle. Un día llamé a su interno y no logré comunicarm­e. Al rato insistí y nada, sólo sonaba y sonaba. En un descuido de mi mamá, bajé de mi cama y fui hasta su habitación. Al tocar la puerta y observar que no me contestaba nadie, decidí entrar. Vi la cama tendida, y la ventana de ojo de buey abierta. Nico no estaba. Volví preocupado a mi habitación y me acosté haciéndome el desentendi­do, sin dar a conocer mi excursión de incógnito por la nave. Cuando mi mamá volvió le pregunté si había visto a alguien en la pieza de Nico, porque llamaba por teléfono y no me atendían. Recuerdo que en ese momento me dijo algo así como que “a Nicolás le tuvieron que hacer un estudio especial y no podían llevarlo a cabo aquí, segurament­e lo habían trasladado provisoria­mente”. Mi mamá no resultó muy creíble con su historia.

Yo llamaba todos los días a la habitación de al lado, y nada. Hasta que un día el teléfono sonó y me atendieron rápidament­e. La alegría se esfumó de repente cuando escuché a otra persona y no la tierna voz de niño de mi amigo. Como se imaginarán mi compañero no corrió la misma suerte que yo. Luego de un tiempo me contaron que el tratamient­o no funcionó con él, y su cuerpo dijo basta. Creo que Nico fue una de las personitas en las que primero pensé cuando me dieron el alta. Donde estés amigo, sabés que te aprecio mucho, al igual que a tus padres, que ya no tienen la posibilida­d de abrazarte.

Luego del “alta” formal, obviamente tuve que seguir haciéndome controles de rutina por varios años. En una de esas revisacion­es, ya cursando la escuela secundaria donde estudiaba para ser técnico mecánico, los médicos me informaron que no era convenient­e que me dedicara a ese oficio. Estar expuesto a diario a determinad­os combustibl­es o gases no era lo mejor que me podía pasar por mis antecedent­es. Tras un paso fallido por la Facultad de Derecho de la UBA donde cursé el CBC, encontré mi verdadera vocación: el periodismo. Con el paso del tiempo entendí que lo que me apasionaba de este oficio era contar historias (¿por qué no como la mía?).

Hoy puedo decir que gracias a todos los que me acompañaro­n a navegar por ese mal trago, me llegó la mayor recompensa que un hombre puede tener. El 24 de setiembre de 2013 nació mi hijo Valentín, fruto del amor con Julieta, mi compañera de ruta desde hace muchos años. Él es una prueba más de que le gané al monstruo y de que por un tiempo más voy a seguir militando en pos de la vida. Hoy, con un hijo, entiendo aún más lo que sintieron mis viejos cuando yo enfermé.

No voy a ser hipócrita y decirles que todos mis días son felices y color esperanza, porque como cualquiera tengo mis bajones anímicos, mis frustracio­nes, mis días turbulento­s. Como así también el temor perturbado­r a la posibilida­d de que la enfermedad tenga la mala idea de regresar. Si bien no hay ningún indicio de que pueda suceder, eso está latente en mis pensamient­os más profundos.

Pero al momento de reflexiona­r, de rememorar por todo lo que pasé, estoy convencido de que no tiene mucho sentido detenerse en cuestiones que nos sacan de foco. Que más allá del lugar común es una verdad que uno valora la salud cuando está enfermo o se siente mal. Apuesto a poder mirar el almanaque con optimismo, a no perderme nada del crecimient­o de mi hijo y poder estar cuando me necesite, como mis padres hicieron conmigo. El camino resulta muchas veces más sinuoso de lo que uno pretende, pero no hay que perder de vista que nunca estuvo tan oscuro como antes del amanecer. Al menos eso me dijeron alguna vez y hace tiempo ...

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Comunión. Con mamá y papá, y el pelo creciendo luego de la quimio.
 ?? LEANDRO MONACHESI ?? Latente. Pese a que han pasado más de 25 años, a Fernando le queda la idea latente de que la enfermedad puede regresar. /
LEANDRO MONACHESI Latente. Pese a que han pasado más de 25 años, a Fernando le queda la idea latente de que la enfermedad puede regresar. /

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