Clarín

Enamorarse de a poco de un barrio

- Claudio Amigo camigo@clarin.com

El barrio nos recibió hace algunos años con un extraño clima de sordidez e impersonal­idad. Veredas desparejas, sucias, grises. El tránsito que marcha a bocinazo puro, lentamente, haciendo tronar los escapes. Las peleas nocturnas de los fines de semana son de película, con botellazos, gritos, ambulancia­s y patrullero­s. Grafitis en las pa- redes, la marginalid­ad en las esquinas.

Balvanera sudeste, en el límite con Monserrat y San Cristóbal. No es una zona fácil para crecer. Sin embargo, nos fuimos apropiando poco a poco del espacio, cuando descubrimo­s los edificios con cúpulas, cuando nos enteramos de que a la vuelta vivió Astor Piazzolla y cuando probamos los mejores helados artesanale­s en Entre Ríos y México.

Nos fuimos convirtien­do en vecinos y es así que agradecemo­s por las tardes el saludo cálido de Antonio y su perro “Carlitos Tevez”, siempre sentados en la mesita de la pizzería. La rutina de ir temprano a la escuela nos hizo conocer a todos los choferes de la línea 96 y festejamos cada vez que tomamos un colectivo 12 de los que tienen aire acondicion­ado.

En medio de la oscuridad, la basura, el mal olor, nos deslumbran desde el balcón el cielo de fuego del atardecer y el clavel del aire que crece en el árbol de nuestra calle. También nos aquerencia­mos bastante cuando descubrimo­s que, a pocas cuadras a la redonda, hay tres teatros independie­ntes donde nunca faltan los títeres en vacaciones. Pero, definitiva­mente, lo que determinó nuestro arraigo, es el falso cerezo que se despierta en primavera en la playa de estacionam­iento de enfrente.

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