Enamorarse de a poco de un barrio
El barrio nos recibió hace algunos años con un extraño clima de sordidez e impersonalidad. Veredas desparejas, sucias, grises. El tránsito que marcha a bocinazo puro, lentamente, haciendo tronar los escapes. Las peleas nocturnas de los fines de semana son de película, con botellazos, gritos, ambulancias y patrulleros. Grafitis en las pa- redes, la marginalidad en las esquinas.
Balvanera sudeste, en el límite con Monserrat y San Cristóbal. No es una zona fácil para crecer. Sin embargo, nos fuimos apropiando poco a poco del espacio, cuando descubrimos los edificios con cúpulas, cuando nos enteramos de que a la vuelta vivió Astor Piazzolla y cuando probamos los mejores helados artesanales en Entre Ríos y México.
Nos fuimos convirtiendo en vecinos y es así que agradecemos por las tardes el saludo cálido de Antonio y su perro “Carlitos Tevez”, siempre sentados en la mesita de la pizzería. La rutina de ir temprano a la escuela nos hizo conocer a todos los choferes de la línea 96 y festejamos cada vez que tomamos un colectivo 12 de los que tienen aire acondicionado.
En medio de la oscuridad, la basura, el mal olor, nos deslumbran desde el balcón el cielo de fuego del atardecer y el clavel del aire que crece en el árbol de nuestra calle. También nos aquerenciamos bastante cuando descubrimos que, a pocas cuadras a la redonda, hay tres teatros independientes donde nunca faltan los títeres en vacaciones. Pero, definitivamente, lo que determinó nuestro arraigo, es el falso cerezo que se despierta en primavera en la playa de estacionamiento de enfrente.