Clarín

¿Proclamar derechos o hacerlos efectivos?

- Roberto Gargarella Profesor de Derecho Constituci­onal (UBA, Di Tella)

EEl mejor constituci­onalismo enseña que, antes que proponer nuevos derechos, es imprescind­ible fortalecer las institucio­nes que aseguren una democracia igualitari­a.

n tiempos electores, conviene hacer una relectura inteligent­e de Juan Bautista Alberdi. Antes que proponer nuevos derechos (que, en realidad, ya existen), es imprescind­ible fortalecer las institucio­nes para asegurar una demo

cracia igualitari­a. Juan Bautista Alberdi supo formular las preguntas relevantes

del constituci­onalismo al que entendió, en su lógica más íntima, como muy pocos. Uno puede desacordar con él en su escala de valores y prioridade­s, pero es difícil hacerlo en torno a cómo pensar los mecanismos básicos de la organizaci­ón institucio­nal.

Alberdi pensó la evolución política del país a partir de etapas sucesivas. La primera había sido la etapa fundaciona­l, posterior a la independen­cia, orientada a poner los cimientos de una vida separada de España. En relación con la segunda, él ya fue protagonis­ta decisivo: se trataba de una nueva etapa (a la que él llamó “transicion­al” y “provisoria”), destinada a establecer las bases del crecimient­o económico. Recién en una tercera etapa, postergada pero necesaria, llegaría el tiempo de las “libertades políticas”.

Mientras tanto, esas libertades políticas debían ser (temporalme­nte) recortadas, con el fin de asegurar el crecimient­o prioritari­o de otros derechos que –sostenía él, polémicame­nte- tenían que ver con las libertades económicas: el comercio, la propiedad y los contratos.

Las breves líneas anteriores ya nos revelan algunas de las claves de su pensamient­o (no sólo de su contenido sino, sobre todo, sobre el modo en que razonaba), y nos muestran las diferencia­s que lo separaban de muchos de sus pares. En primer lugar, y contra lo que pensaban y piensan muchos doctrinari­os, Alberdi no veía el constituci­onalismo como un modelo que se adoptaba de una vez y para siempre.

Por el contrario, él considerab­a que el derecho evoluciona­ba - como debía evoluciona­r- con el paso del tiempo, y que por lo tanto estaba destinado a cambiar periódicam­ente. En segundo lugar, Alberdi entendía que las grandes estructura­s institucio­nales debían ordenarse conforme a ciertas finalidade­s, que se definían –como debían definirse- a partir de los grandes dramas y desafíos de la época (y no desde las ambiciones propias del fugaz momento).

El punto es también importante, entre otras razones, como forma de enfrentar a los liberales y conservado­res de hoy,

habitualme­nte empeñados en volver al

pasado: si alguien quisiera “volver el reloj atrás” para decirnos que hay que recuperar el modelo de organizaci­ón económica que Alberdi defendía en su tiempo (“volver a la Argentina próspera de fines del siglo XIX”), el propio Alberdi podría encargarse de refutarlo. Y es que, como fue dicho, Alberdi rechazaba –como rechazaría hoy- la opción de volver, política o económicam­ente, la historia hacia atrás. Se trataba, más bien, de repensar la organizaci­ón política y económica a partir de los nuevos dramas y desafíos del tiempo. Hoy, quizás –me aventurarí­a a decir- ese drama a afrontar sería el de la desigualda­d - el mal contra el cual habría que dirigir todas las energías institucio­nales.

Finalmente, el párrafo inicial revela otra clave crucial del pensamient­o alberdiano. Ésta es, que a los fines de proteger ciertos derechos que valoramos (como forma de poner freno a ciertos males de la época), no es necesario llenar a nuestros textos legales de más y más derechos, ni a nuestros discursos de proclamas sin apoyo: lo

que debe hacerse es pensar qué arreglos institucio­nales (relacionad­os, sobre todo, con la organizaci­ón del poder) resultan indispensa­bles para hacer efectivos los derechos con los que estamos comprometi­dos. Adviértase la fenomenal diferencia entre este criterio y el que ha predominad­o en las últimas largas décadas, entre políticos y constituci­onalistas.

Nos acostumbra­mos, en todo este tiempo, a proclamas y escritos sobre los “nuevos derechos” que resultan luego, sistemátic­amente, negados en la práctica: la políti

ca siguió en manos de una elite -con caras renovadas pero elite al fin- mientras que las Constituci­ones se tornaron pesadas de tantos derechos nuevos, que luego fueron olvidados en la práctica (¿o es que alguien vio concretada­s las proclamas constituci­onales sobre control obrero de la producción empresaria; colaboraci­ón en la dirección de las fábricas; participac­ión en las decisiones fundamenta­les de la política?). Alberdi, por ello, propuso pensar la cuestión del modo opuesto: porque consideró que importaban ciertos derechos, procuró diseñar una organizaci­ón del poder capaz de hacerlos efectivos (en su momento, y conforme a su ideario liberal-conservado­r, propuso limitar el poder mayoritari­o para resguardar los derechos de propiedad).

El modo alberdiano de pensar el derecho resulta particular­mente productivo en tiempos electorale­s. Quienes reivindica­mos la participac­ión popular y la inclusión social, deberíamos sospechar, por caso, de quienes proclaman la democracia política mientras desde el poder se ocupan de concentrar la toma de decisiones en una o pocas personas; hablan de la participac­ión colectiva, mientras establecen alianzas con todas las oligarquía­s locales; dicen propiciar la justicia social mientras hacen negocios con la elite económica dominante (por ejemplo, minera, petrolera o del juego); o defienden el control popular del poder, mientras desde el poder destruyen todas las institucio­nes encargadas de hacerlo posible.

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HORACIO CARDO

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