Un ídolo con una abrumadora carga sobre sus espaldas

De Carlos Reutemann decían que no arriesgaba, que era exageradamente cauteloso, pero manejaba un Fórmula 1 a más de doscientos kilómetros por hora. A Juan Martín Del Potro también lo criticaron. Dijeron que le faltaba fuego sagrado, pero ganó la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Londres y también un US Open. Cada uno, a su tiempo, fue un número uno inobjetable. Y detrás de sus éxitos se encolumnaron miles de argentinos.

Con Lionel Messi pasa lo mismo cuando la Selección no alcanza el objetivo. No importa si la rompió durante el torneo. Si fue figura excluyente. Siempre habrá alguno que lo objetará por no haber metido un gol en la goleada de 6-1 frente a Paraguay, aunque haya sido la gran figura de la cancha.

Tampoco se le reconocerá que pateó el penal más caliente de todos ante Chile (el primero) y lo convirtió. No se ganó y no brilló en el partido. Entonces la pasión del hincha lo condena sin miramientos. Tiempo atrás ni siquiera se le perdonaba que no cantara el himno.

Messi se tendrá que acostumbrar a ser tratado sin contemplaciones. Ni siquiera se analiza qué le pasó al resto del equipo, si el técnico acertó o no en el planteo de juego o si los rivales fueron superiores.

Hay una carga tan grande depositada en el ídolo que asusta. Messi es humano y tiene derecho a sentirse abrumado. Si la Selección gana no es sólo Messi, pero si pierde parece que sí, que tiene que ser la bandera de la derrota. Y lo perforan las miradas acusatorias.

El fútbol es pasional, con poco espacio para los equilibrios cuando el resultado está demasiado fresco. Quizás cuando el polvo del olvido envuelva a esta Copa América, se valorará a un hombre que deslumbra con su visión periférica y que tiene en el envase de su cuerpo lo más difícil que se puede lograr en el fútbol: precisión en velocidad.

¿Messi es Dios o el Diablo? ¿Con qué armas puede Leo resistirse a la polarización si está condenado a vencer siempre?