La autocrítica, guía para el pluralismo y la democracia
Un repaso crítico del pasado de un militante de la izquierda uruguaya contribuye a reflexionar sobre la historia reciente y la imposibilidad de justificar los crímenes políticos. S
u biografía es irrelevante, no merece un renglón en la Historia. Apenas participa de una parábola con alguna enseñanza sobre ciertos jó
venes de “la generación del 68”.
Un colegio religioso le inculcó más la disciplina y el acatamiento que la responsabilidad, menos el amor que el terror al infierno o al comunismo o al laicismo uruguayo y a la política “del siglo”. Su mundo comenzó a cambiar en 1967 cuando ingresó al recién fundado Instituto Juan XXIII. Los salesianos salvaron su fe y su amor por el estudio con un soplo de vida inspirado en el “Papa bueno”. Dos años más tarde llegó a la Universidad. El país ardía, las movilizaciones eran un ejercicio diario y resultaba difícil no dejarse llevar por la intensa predicación de los partidos y grupos de izquierda, más aún cuando todos sus compañeros parecían peregrinar hacia los mismos altares. Toda una generación universitaria se había segregado del Uruguay de la primera mitad del siglo XX, rechazaba los partidos políticos tradicionales y la democracia representativa y “burguesa”; del otro lado se abstenían de gentilezas. El país se estaba quebrando. Entre los jóvenes católicos se leía y comentaba la
“Biblia Latinoamericana”, una versión publicada en 1972, con lenguaje directo y coloquial donde abundaban notas al pie como esta: “Para muchos el modelo del creyente viene a ser el combatiente que arriesga su vida para liberar a su pueblo con las armas en la mano.” “La senda está trazada”, cantaba Viglietti, y
vaya si lo estaba. Aun así rechazó la violencia revolucionaria y prefirió la alternativa de los partidos de ”cuadros y de masas”, con más cuadros que masas. Sus días se hicieron más emocionantes y difíciles, aunque cada vez fueron más difíciles y menos emocionantes, sobre todo después del 27 de junio de 1973. Cometió algunas imprevistas valentías, perdió empleos y un buen día consiguió el medio de irse a Europa, a estudiar, sin abandonar los compromisos políticos. Siguió viviendo en su burbuja ideológica. La Universidad de Lovaina, en Bélgica, era uno de los mayores campos para el cultivo de inte
lectuales católicos de izquierda. Vio de cerca y hasta dialogó con algunas de las figuras de la Teología de la Liberación. Una mañana, en la facultad se organizó un seminario sobre periodismo con un camarógrafo, corresponsal de guerra. Entre sus trabajos, mostró la filmación del funeral de monseñor Romero, el obispo salvadoreño asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba misa. Eran aterradoras las imágenes de francotiradores paramilitares apostados en los edificios, algunos gubernamentales, que rodeaban la catedral, tirando sobre la multitud de 50.000 personas. Hubo 35 muertos y muchísimos heridos. Luego de esa actividad académica, un pequeño grupo -mayormente latinoamericanosse quedó conversando sin salirse de los tópicos habituales hasta que se produjo un quiebre radical cuando una estudiante polaca, con una voz queda y triste, que recordaría siempre, dijo: “¿Ustedes creen que es preciso pasar por el infierno del comunismo para lograr una sociedad más justa?” No era un desafío, era un cuestionamiento sincero, pero sus palabras agredían el lenguaje aceptable: ¿qué clase de insolente reaccionaria era esta polaca? Las miradas no fueron amables, varios la ignoraron y algunos tentaron la condescendencia. Superado el primer momento de rechazo visceral a ese “anticomunismo primario” decidió seguir la conversación privadamente. Intercambiaron sus experiencias cotidianas: los miedos, las coartadas hasta para una reunión con amigos, el terror al cruzar una plaza en la noche y descubrir que había olvidado los documentos, los compañeros detenidos, el abuso y el ninguneo propinado por los obsecuentes, los fanáticos y los mediocres. Sí, vivir en el socialismo real también era un infierno que había consumido varias generaciones. Pensó en el poema de León Felipe: “¿Quién lee diez siglos en la Historia / y no la cierra / al ver las mismas cosas siempre / con distinta fecha?… / Los mismos hombres, / las mismas guerras, / los mismos tiranos, / las mismas cadenas, / los mismos esclavos / las mismas protestas / los mismos farsantes, / las mismas sectas / y los mismos poetas!…” Ese día vivió su caída en el camino de
Damasco. Desde entonces las bienaventuranzas del sermón del monte (Mateo 5, 3-12) serían su guía mientras iniciaba un largo camino para comprender los fundamentos de una sociedad pluralista y democrática, las formas del debate
público y la tolerancia. Se amparó en autores como Edgar Morin, Tzvetan Tódorov o Tony Judt, cuya trayectoria intelectual le era familiar y se identificó con Raymond Aron cuando dice: “Mi sistema espontáneo de valores [ ...] siguió siendo el mismo. […] No quiero decir con ello que no me haya equivocado. Pero no traicioné mis valores y mis aspiraciones juveniles.”Ahora, “en el debe de la vida”, como dice el tango, aun se siente vagamente socialdemócrata, pero sería incapaz de argumentar sobre ese punto, seguramente por pereza e ignorancia. En cambio sabe que nunca más habrá de compartir el camino con aquellos que justifican el crimen en nombre de la libertad y menos aún con quienes habiendo conocido el infierno, prefieren soslayarlo. Cada día le proporciona alguna indignación, como cuando Marcos Otheguy, senador del Frente Amplio afirma, hoy mismo, que “no se puede decir que el modelo (cubano) fracasó; puede haber visiones críticas, diferentes, pero decir que el modelo cubano fracasó es erróneo y no se sustenta”. Entonces vuelve a preguntarse cómo un hombre formado académicamente, lector de historia, según confiesa, puede ser tan desalmado. A pesar de León Felipe, nunca cerró el libro de la Historia y comenzó a buscar y narrar la peripecia de los bienaventurados, la luz en medio
de largas sombras. Alguien recordó que “Luciano Álvarez fue votante y militante del Frente Amplio y que jamás se le escuchará hacer una mínima autocrítica. Solo se limita a señalar con el dedo diciendo a los demás ‘lo que hay que hacer’. Raro...” Ignoro si tiene algún valor, pero aquí está mi autocrítica.