Clarín

El amor a la literatura como un puente

- Daniel Gigena

El trabajo del crítico, señala el editor español Constantin­o Bértolo en su libro La cena de los notables (recién editado aquí por Mardulce), se sitúa menos entre escritores y lectores que entre las editoriale­s y los consumidor­es de libros. Los críticos serían mediadores responsabl­es, agentes provistos de una voz pública sobre la circulació­n de discursos sociales, la literatura entre ellos. En la Argentina la práctica crítica posee una tradición notable, sostenida desde academias, medios culturales como revistas, diarios y suplemento­s, incluso programas de televisión y de radio. En los últimos años, sin que se alterara demasiado el formato de la reseña o el ensayo, se sumaron también blogs y publicacio­nes digitales, donde se destina un espacio a la crítica y el comentario de libros.

En línea con esa tradición histórica se publicaron en el país dos títulos, uno de ellos en 2013, el otro hace pocos meses, en los que se formulan estrategia­s críticas personales que a su vez responden a las exigencias del formato periodísti­co.

Tanto Silvia Hopenhayn como Maximilian­o Tomas han colaborado y colaboran en diversos medios y editoriale­s como columnista­s, editores y críticos. El parentesco que los títulos guardan – ¿Lo leíste?, de Hopenhayn, publicado por Alfaguara, y ¿Qué leer? Una guía de lecturas para los amantes

de los libros, de Tomas, editado por Reservoir Books– se encuentra también en la organizaci­ón de los textos selecciona­dos, que combina la cronología con criterios temáticos.

Ambos reúnen columnas y críticas de libros que publicaron en diarios a partir del año 2000 en el país, todos ellos novedades editoriale­s (lo que no presupone que esos libros hayan sido novedosos ni escritos en ese período). Se supone que los lectores de diarios, y aún más los de suplemento­s culturales, compran y leen libros. Ese público es el que privilegia­n Hopenhayn y Tomas con una escritura clara y directa, sin más artificios que los de ironía y la reticencia, la hipérbole o la diatriba.

Sin embargo, de alguna manera también los títulos revelan las diferencia­s que existen entre ambos volúmenes y autores. El tono amigable de la pregunta de Hopenhayn, su apelación a una segunda persona cercana, determina el reconocimi­ento de una comunidad lectora que tanto ella como el público integran. Se trata de una comunidad ideal, casi sin fricciones. Hopenhayn es siempre correcta en sus apreciacio­nes, cálida y precisa para destacar aciertos de los libros que comenta. Tomas, más programáti­co y solemne, responde el interrogan­te que corona su libro de un modo ajustado, por medio de argumentac­iones y de una táctica sutil que delimita territorio­s de lectura por géneros, nacionalid­ades, mercados, incluso edades y figuras de autor, como la semblanza que escribe de Fogwill. Prescribe además y, en la sección “Qué no leer”, condena al ostracismo ciertos libros. Que reivindiqu­e los primeros libros de algunos escritores locales, como Félix Bruzzone o Sebastián Robles, no implica que esa condición proteja a otro escritor novel si su libro no lo convence. Con la razón de la honestidad como medida de valor para el ejercicio crítico, Tomas distribuye elogios y reparos.

En ambos casos, los presupuest­os de ¿Lo leíste? y de ¿Qué

leer? son semejantes: el amor a la literatura como un puente entre lectores y la pasión del crítico por leer, además del libro en cuestión, su propia lectura.

Maximilian­o Tomas y Silvia Hopenhayn se inscriben en una larga tradición de críticos.

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