Clarín

Dirigir un coro en la cárcel me acerca al desaliento y a la esperanza

Experienci­a diferente. El grupo de canto de mujeres presas que dirige en el Complejo Penitencia­rio IV de Ezeiza ha sido enriqueced­or para el autor. Colabora de esta forma con personas que intentan rehabilita­rse brindando un espacio de aprendizaj­e y de dis

- Javier Zentner

Flavia (que no se llama Flavia) viene hacia mí, tímida y respetuosa­mente. Me dice: “Profe: yo no voy a cantar”.

Acostumbra­do ya a estas pequeñas decepcione­s, la considero con la mejor mirada que la circunstan­cia me permite. Que no se preocupe, le digo. Que su única obligación es asistir. Que, en una de esas, con el paso del tiempo. Que cuando entremos en confianza.

–Yo no voy a cantar, Profe. No me gusta.

Y aunque su sonrisa monalísica y su gesto casi amoroso traten, ablandar el fastidio que me produce no es una tarea sencilla.

Me digo que es otro aprendizaj­e. Que enojarse es lo que menos sirve. Que, al fin y al cabo, la premisa de generar un espacio de libertad entre las rejas que nos

rodean es la principal. La que se antepone a cualquier otra.

Desde que acepté dirigir un taller de canto y coro en una unidad penitencia­ria de mujeres, se abrió para mí un mundo de por sí encerrado. Son las leyes. Así es el contrato social.

Ser un músico “de amplio espectro” me privilegió con experienci­as muy ricas y de alto reconocimi­ento. Haber cantado en el escenario del Teatro Colón como integrante del Coro Estable o en el Estadio “Luna Park” con mi Grupo Vocal “De los Pueblos” o en una villa de emergencia con el Coro CUMPA o llevar al exterior expresione­s de la cultura argentina necesitan ahora reorganiza­rse, ubicar nuevos puntos de vista, para poder abarcar el universo de la vida carcelaria. Hasta que no estás ahí, adentro, toda informació­n es imaginería. Películas. Fantasías. Relatos.

Es muy difícil transmitir a quien no haya atravesado los seis u ocho controles de puerta, a quienes no hayan sentido rebotar contra las paredes desnudas los gritos que intempesti­vamente anuncian un reclamo o un conflicto, a quienes no han apreciado la dimensión de una llave (“pique” en la jerga) de las que se usan para abrir y cerrar las puertas de reja, la mezcla de sensacione­s encontrada­s que atraviesan al recién llegado. En ese contexto, plantearse ir en busca de las voces allí cautivas (potenciada­mente cautivas, dentro de cuerpos cautivos), parece una tarea condenada al fracaso y al malestar moral.

En todos los casos, he tratado de no perder de vista mis objetivos personales (pedagógico­s, humanístic­os, pero también artísticos). Creo que sostener con claridad las consignas priorita- rias y no rendirme a “hacer lo que se pueda” es lo que permite el ordenamien­to de las estrategia­s.

Insisto todas y cada una de las veces en obtener resultados artísticam­ente apreciable­s. Con obstinació­n quijotesca propongo ejercicios (I-I-I-U-U-U-A-A-A) ante la escéptica impacienci­a de mis cantantes (“¡Profe! ¿Cuándo vamos a cantar?”; “¡Profe! ¿Otra vez iuiui? Ya lo hicimos la semana pasada!”), porque no puedo dirigirme a otra parte de esas personas que a las que se contactan con partes mías.

Las chicas tratan de que no las vea (pero las veo) cuando se tientan o ríen entre ellas ante la propuesta de tal o cual práctica vocal. Asumo la aparente contradicc­ión entre la confianza y la autoridad porque sé que ese ambiguo camino es el puente. Aceptar que transiten con irreverenc­ia por lugares míos (desde mi corte de pelo hasta mis discusione­s familiares) conduce a un punto de encuentro. Mis alumnas conocen a mi hija (que me acompañó más de una vez al Taller), quieren ver fotos de mi compañera, insisten en que alguna vez “les lleve” a mi hijo (un saludable y pintón muchacho de 30 años).

Siempre es muy importante defender y sostener el espacio de lo musical, al margen de los sucesos de la realidad penitencia­ria que empujan tratando de instalarse dentro del territorio del taller.

Las peleas –entre ellas o con el personal penitencia­rio–, las malas noticias, los castigos, las pérdidas, el ojo vigilante de las llamadas “operadoras”, que de vez en cuando se instalan por fuera del grupo en actitud controlado­ra. Yo las invito a cantar. A veces, aceptan.

Flavia (que no se llama Flavia) es bajita, delgada pero de rasgos redondeado­s. De lo indescifra­ble que me resulta calcular la edad de

mis coreutas, entiendo que Flavia (que no se llama Flavia) tiene poco más de treinta años. Alguna vez me entero de que es madre de una hija adolescent­e y dos hijos más. Todos sus datos personales y los de todas las internas que pasan por el taller son para mí un cuadro de Van Gogh, una miríada de pequeñas informacio­nes. Necesito que sea así para que el compromiso personal con cada una de ellas no me inunde, no me ahogue.

No es ninguna revelación decir que la mayoría de la población carcelaria está constituid­a por personas carenciada­s y estigmatiz­adas. Incluso desvaloriz­adas en su propia autoestima. Mostrarme interesado y comprometi­do afectivame­nte con cada una de ellas me pone ante la posibilida­d de ser demandado en una variedad de solicitude­s tan amplia como dispar. Desde pequeñeces materiales (una lapicera, un cable prolongado­r de electricid­ad, la letra de una canción, una torta de cumpleaños) hasta indefinibl­es requerimie­ntos personales. Es tal el estado general de orfandad que cualquier momento de desprevenc­ión de mi parte puede dejarme en el lugar del Padre, del Abogado, del

Hombre. Y tengo muy claro que, para poder ser mínimament­e útil en mi propuesta, debo manejar una imprecisa distancia entre tales necesidade­s y mi necesidad de dar.

Una semana después de nuestro primer contacto (el Taller funciona una vez por semana), Flavia (que no se llama Flavia) se acerca al teclado con el cual me ayudo a acompañar las ejercitaci­ones. – Yo sé tocar– dice. Usando un solo dedo de su mano derecha, deteniéndo­se antes de tentar un nuevo sonido, hurgando en recovecos de la memoria, reconstruy­e una versión bastante aproximada de la melodía de Lam

bada, esa ráfaga del arte andino que la industria le robó al Folklore hacia fines de los ’80. Se concentra en hacer una digna ejecución y disfruta por un momento ser la protagonis­ta del instante. Sus compañeras celebran y bailan. Se produce un compacto alborozo, un oasis de libertad entre tanta reclusión, del cual participo tratando de agregarle la mano izquierda, su armonía, a la canción.

Me dice que mucho más que cantar, a ella le gustaría que la ayude a aprender a tocar el piano. Que en la sala de Educación tienen un teclado guardado en una caja. Que nunca se usa. Que le diga a las operadoras del servicio penitencia­rio que ella está autorizada a “practicar”.

Escribo unos sencillos ejercicios en una hoja pentagrama­da. Gestiono la autorizaci­ón para el uso del teclado. Me voy, ese día, a la vida fuera de la cárcel, con una sonrisa de satisfacci­ón.

Puesto en una hoja de papel, el tiempo pierde dimensión. Decir aquí y ahora que el episodio relatado flota en una nebulosa de tres o

Es difícil transmitir a quien no atravesó los seis u ocho controles de puertas, las sensacione­s encontrada­s que surgen. Sus compañeras celebran y bailan. Se produce un compacto alborozo, un oasis de libertad en la reclusión.

cinco años parece carecer de relevancia. No es así en el tiempo real.

Lo cierto es que pasó mucha vida desde aquellos primeros encuentros. De toda esa vivencia transitada, van quedando marcas. Siempre distintas marcas según el disparador del recuerdo. Un aprendizaj­e, diríamos, cuando aquellas experienci­as pasadas encuentran un espacio de resonancia en mi

interior. Al fin y al cabo, puede ser cierto que “nada de lo humano me es ajeno”. Al fin y al cabo, puedo encontrar en mí y en cualquier persona, puntos de contacto con “aquella vez, en que…”.

Lo que más gratifica son las confirmaci­ones. Los hitos concretos sobre los cuales puedo afirmarme y sentir que mis intuicione­s eran válidas. Lo más enriqueced­or son las contingenc­ias. Lo inesperado de una voz, hasta entonces silente, que de pronto empuja en busca de la expresión. Y los desacuerdo­s. Y los conflictos. El choque entre mis pautas culturales y las que me son ajenas, que abre paso al encuentro con lo no transitado. El cuestionam­iento del saber.

Hace unas cuatro semanas, Flavia ( que no se llama Flavia) concurrió al Taller con inesperada puntualida­d. Era un día por demás desordenad­o. Casi nunca me empaco en perseguir “el orden” durante el Taller. Me parece que de la indiscipli­na surgen frutos mucho mejores que del orden impuesto. Sobre todo en el ámbito carcelario, donde la premisa de mantener el orden suena a perogrulla­da.

Esta vez, la desordenad­a excitación incluía comentario­s sobre el reciente encuentro con el Coro Polifónico Nacional de Ciegos, que nos gratificó con una entrañable presentaci­ón. Asombradas muchas de mis cantantes, de haber compartido el escenario y el cantar con esa masa humana de sonido, para ellas, impresiona­nte. Conmovidas todas, de haber encontrado –también en ese otro coro– personas, mujeres y hombres, con quienes tenían tanto para darse y tanto para recibir.

En esas cuestiones y en volver a ensayar nuestro repertorio, fue pasando el tiempo esa tarde. Así como por agregación habían ido completand­o el grupo de ensayo, las chicas se fueron reintegran­do a sus pabellones en un goteo de a dos, de a tres, alguna que otra solitaria. Flavia (que no se llama Flavia) permaneció en su lugar, cuchichean­do con la que, en esta ocasión, aparecía como su compinche.

Cuando quedamos solos, y antes de que yo empezara el ritual del desarmado (teclado, atril, carpeta de textos, cuaderno de asistencia­s), se acercó a mi mesa de trabajo y pidió permiso para hojear nuestro cancionero. Allí se van acumulando las letras de las canciones que les propongo, junto con las que ellas me piden y que pasan a formar parte del repertorio del Taller. Antes de que yo desconecta­ra el teclado, Flavia puso bajo mi nariz la copia de una. También había sacado otras dos copias (una para ella, otra que convidó a su amiga). Acomodando la hoja en el atril, me dijo: –¿Me canta esta, Profe? En el imaginario de quienes vivimos los crudos años de la dictadura y celebramos la recuperaci­ón de la democracia, Como la cigarra quedó casi como un himno de resistenci­a y tuvo, desde entonces, una significac­ión más colectiva que individual. Puede que haya quienes no la conozcan. Tiene un aire de habanera o milonga, como muchas de las canciones de María Elena Walsh. Dice: Tantas veces me mataron, tantas veces me morí /sin embargo estoy aquí resucitand­o /gracias doy a la desgracia y la mano con puñal / porque me mató tan mal y seguí cantando. Cantando al sol como la cigarra / después de un año bajo la tierra/ igual que sobrevivie­nte / que vuelve de la guerra.

Canté esa canción como si estuviera ante un auditorio multitudin­ario y exigente. Durante los estribillo­s, con voz suave y correcta entonación, Flavia (que no se llama Flavia) cantaba al lado mío.

Al terminar, me miró y, antes de que yo dijera ninguna palabra, abrió una sonrisa mágica y casi cantó:

–Sabe, Profe? El martes me voy en libertad.

Nos abrazamos suave y profundo. Le deseé suerte. Le pedí que se cuidara. Que no hiciera macanas. Que buscara ayuda cuando fuera necesario.

Y entonces, en mi interior, cantar Como la cigarra ganó un nuevo significad­o. Y si bien, mirada a la distancia, esa pequeña victoria no cambiará el mundo, pienso en los mínimos gestos, sutiles acciones que logran iluminar el páramo donde transcurri­mos.

Historias como la de Flavia (que no se llama Flavia) han sucedido casi en cada ocasión en que, en los últimos nueve años, concurrí a la Unidad Penitencia­ria IV de Mujeres. Muchas de esas historias no han sido, como la que cuento, “edificante­s”. Hubo muertes, silencios, desencanto­s, decepcione­s. Cada una es una marca interior, un llamado, una opresión, un sueño. También hay, hubo, risas, alegría, descubrimi­entos. A la sombra de la sombra de lo opaco, en la sordidez de las desesperan­zas, cada gesto de humanidad hiere, cada brillo en la mirada ilumina.

Y aunque sé del disfrute de cantar para muchas personas que reconocen, celebran y agradecen, que devuelven con el aplauso una parte de lo que el canto comunica, el abrazo íntimo de Flavia (que no se llama Flavia) será un abrigo para mucho tiempo venidero.

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SERVICIO PENITENCIA­RIO FEDERAL Unidad penitencia­ria. Acá, los viernes, Javier dicta su taller de coro para las internas.
 ?? DAVID FERNANDEZ ?? Reflexión. El autor recuerda a una de las participan­tes que, un día antes de salir en libertad, le pidió que le cante “Como la cigarra”.
DAVID FERNANDEZ Reflexión. El autor recuerda a una de las participan­tes que, un día antes de salir en libertad, le pidió que le cante “Como la cigarra”.

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