Lecturas uno a uno y salas oscuras en una tarde íntima
Cada lector pudo estar a solas con un escritor. Además, se leyeron textos en una sala en la que no había luz.
Uno a uno. En una celda de La Abadía, ex monasterio benedictino devenido en centro cultural, sólo dos sillas: un escritor lee durante diez minutos, cara a cara, para un único oyente. Más que contar un secreto regala algo irrepetible como el reflejo de un rostro en el agua: el texto de un autor que le ha gustado y el asombro encendido que esa lectura le inspira. Y así, quienes hacemos fila, vamos de hallazgo en hallazgo. Es viernes y esta jornada deFilba recién empieza.
“Si durmieras en Ramos Mejía/ amada mía/ qué despelote sería// cómo fuera yo a tus plantas/cómo esperara tranvías/ cómo por llegar de noche/abordara a mediodía //qué despelote sería ...”, desgrana la poeta Luciana Caamaño, destacando la música de los poemas de Susana Thénon (1935-1991), “que se sostiene sola” sin necesidad de despliegues performáticos durante la lectura algo que, dice, se extraña en mucha poesía actual. Por eso la eligió. “¿Te gusta?”
“Es una rara intimidad; estamos tan rodeados de gente que un rato de a dos es un lujo inusual”, definirá Silvina, que vino a pasar la tarde y acaba de salir de escuchar a Jorge Consiglio (“una clase de literatura personalizada”) leer Agosto, un relato del polaco Bruno Schulz, que me anima a anotarme, como ella, en las listas de los tres lectores de esta tarde. “Lo enterraremos todo/ los brazos, el movimiento y la pala/ la pasión de los viernes/ la bandera de andar solos,/ la pobreza, esa deuda,/ la riqueza, esa otra ...”, lee ahora sólo para mí, Miguel Vitagliano. El autor de Los ojos así eligió a Ro- berto Juárroz, cuenta, porque “la verticalidad de su poesía, tiene que ver con la austeridad, el deseo de autoconocimiento e introspección” que respira este sitio: la vieja habitación de un monje, pintada ahora de verde limón, que en tres horas más se llenará de música electrónica y vino blanco.
Es de noche y el espectador precavido bebe de la botella y comparte el brebaje como una fruta, mientras dos poetas en presente continuo, el argentino Mariano Blatt (“... parece rico/ parece domingo/ parece que estoy escribiendo un poema ...”) y el costarricense Luis Chaves (“el arte conceptual y las anfetas/ nos mantienen a la moda ...”), recitan para un puñado de entusiastas que cuando las sillas no alcanzan se apiñan en el suelo. El pasillo es una babel de acordes y al lado leen Ariel Schettini y Mercedes Álvarez y más allá Alberto Barrera Tyszka y el colectivo la Máquina de lavar
Al promediar la tarde, una mesa sobre nuevos lenguajes y forma- tos, moderada por Pablo Schanton matizó emoción y bits. El estadounidense Tao Lin, estrella de la Alt Lit (por la tecla ALT de la computadora, pero también por literatura alternativa), en cuyas novelas campean diálogos por chat, twitter y todas las posibilidades de Internet, había sorprendido diciendo que la tecnología no incidió tanto en ciertos sentimientos: “La espera ha cambiado poco, es similar lo que siente quien espera un mail y lo que sentía Kafka al esperar las cartas de su novia”.
Entre una actividad y otra, niños, jóvenes y viejos disfrutan del patio del convento, rodeado de galerías abiertas que dan al verde tecnicolor. Me disparo hacia una lectura a ciegas. Somos nueve formando fila, tomados de los hombros. Entramos a una habitación a oscuras. “Con la mano izquierda van a tocar una silla. Siéntense frente a mi voz”, dice nuestro guía. “El que se maree, cierre los ojos. Así se engaña al cerebro, que cree que no ve- mos porque estamos por dormir”. Una voz de hombre, firme y cálida empieza a leer Pobreza, de César Aira. “Soy más pobre que los pobres, y lo soy desde hace más tiempo”. Muerta la vista, se regodean otros sentidos: el calor de los cuerpos llena el aire. ¿Es grande o chico el sitio en el que estamos? ¿Nos sentamos en círculo? Cada tanto se oye el pasar de hojas. Cuando finalmente se enciende una luz, vemos ante nosotros de pie, a dos lectores ciegos, los ojos blancos, agradeciéndonos por la atención.
En la semipenumbra también, el final de la jornada: Arturo Carrera lee fragmentos de su primer libro Escrito con nictógrafo (1972). Pintado de blanco inmaculado y convertido en auditorio, el antiguo refectorio (donde los monjes se juntaban a comer) escucha en silencio al poeta, que elige para terminar unos versos de Vigilámbulo, su obra reunida: “¿quién era yo cuando hablaba? ¿En qué/ estación/ saboreaba el agua?”