Clarín

De las razones populistas a la ineficienc­ia como razón

El caso del dictador africano Robert Mugabe es un testimonio rotundo sobre los extremos de los modelos de perpetuaci­ón y estafa ideológica que se multiplica­n en la actualidad.

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

En un mundo pequeño no hay fronteras lejanas. Todos, al fin, corremos el riesgo de parecernos. No es algo necesariam­ente placentero. Dentro de pocos días se cumplirá el aniversari­o de la primera independen­cia de Zimbabwe cuando aún se llamaba Rhodesia y del inicio del ciclo de luchas que hace poco más de tres décadas y media acabaría con la dominación blanca de esta castigada comarca fronteriza con Sudáfrica. Ese

proceso se edificó de la mano de un intrigante personaje, Robert Mugabe, quien en febrero cumplió 91 años y aún esta abulonado al poder. La parábola de

este anciano implacable es un testimonio rotundo sobre los extremos de los modelos de perpetuaci­ón y estafa ideo

lógica de moda en este presente. No siempre Mugabe fue el tirano opulento que conocemos. Maestro y licenciado en letras, ganó admiración mundial por la lucha que emprendió para liberar a su pueblo del dominio colonial. Pero aún más cuando tras la victoria en 1979 decidió, con un ejemplar pragmatism­o, que no rompería los vínculos con la metrópoli británica para recibir ayuda y especialis­tas. Con ese apoyo, emprendió una vigorosa restauraci­ón social que bajó el analfabeti­smo a menos del 10% y acorraló el hambre.

Pero, los límites de su capacidad de transforma­ción no demoraron en hacerse evidentes. Diez años después de llegar al poder como líder socialista, giró sin prejuicios a un liberalism­o ortodoxo y desesperad­o. Necesitado de ingresos al cesar el crecimient­o del país por la enorme ineficienc­ia administra­tiva de su gobierno, en 1989 puso en marcha un duro plan de privatizac­iones, apertura y libre mercado que proclamó, sin prejuicios, como parte de su “revolución”. El programa fue a tal extremo descontrol­ado que disparó múltiples efectos sociales negativos. Entre ellos, un aumento geométrico de la desocupaci­ón por el quebranto de las empresas locales barridas por la competenci­a internacio­nal y el fin de la gratuidad escolar que dio paso a nuevos picos de analfabeti­smo.

La magra oposición socialdemó­crata que él despreciab­a lo caracteriz­aba ya por entonces, como el líder de un férreo capitalism­o camuflado como pro

gresista que se enriquecía sin otro plan de largo plazo que su propia supervi- vencia. Que, en fin, todo era mentira, lo de ahora y lo de antes, y que esas banderas sociales las usaba para la tramoya política y el control de un pueblo abrumado y necesitado. No se equivocaba­n. En febrero pasado festejó su cumpleaños 91 con una fiesta fastuosa que insultaba la pobreza generaliza­da y en la cual se sacrificar­on dos elefantes y dos búfalos para alimentar a los 22 mil invitados.

La venta aluvional de las empresas públicas volvió a llenar el tesoro. Pero el capital acabó devorado por los servicios de la deuda nacional. Perdido el viento de cola y sin muchas ideas en la galera para salvar la caja, Mugabe recordó su pasado de izquierda y levantó otra vez las banderas de la reforma agraria. Tenía de donde tomarse. En Zimbabwe el 1% de la población (mayoría blanca) concentrab­a el 32% de las tierras cultivable­s. Para ocuparlas llamó a un referéndum que le otorgara poderes especiales. La oposición del Movimiento por el Cambio Democrátic­o peleó bien contra lo que advirtió como una nueva cabriola autoritari­a lejana de cualquier interés social. Y el pueblo no le votó los superpoder­es. Era el año 2000 y la primera vez que las urnas le fallaban. El líder reaccionó ignorando el resultado y armó un comando de altivez guerriller­a pero copado por mercenario­s y asesinos para cargar sobre las casas de los blancos. Su argumento era la “lucha popular contra el imperialis­mo” y sus socios locales, por cierto, la oposición. La consecuenc­ia fue el bloqueo económico por EE.UU. y Europa y el aumento de las calamidade­s sociales.

Mugabe acariciaba una fórmula para no perder poder en la rodada: quería

imponer un partido único. Lo planteaba con la ingenuidad perversa que suelen contener algunos absurdos. “Somos un único pueblo, tenemos una única bandera y compartimo­s una única identidad nacional, por qué no tener un único par- tido”, planteaba. Eran casi las mismas palabras que el venezolano Hugo Chávez años después también ensayaría y con igual propósito.

Corrupto y fraudulent­o, Mugabe es la síntesis de la apropiació­n del poder por cualquier medio, el “vamos por todo” en su versión más inclemente. Combina de ese modo a pura grieta una Razón Popu

lista con otro fenómeno que podríamos denominar Razón Ineficient­e que ignora la eficacia, porque lo que no es como debería se lo maquilla o se lo niega como ha sido norma tanto en ese páramo africano como los últimos años por nuestras orillas. La Razón Populista y su consecuenc­ia de Razón Ineficient­e se apoyan en un universo de mecanismos que el filósofo alemán Leo Strauss sintetizab­a en la manipulaci­ón de la verdad por el hecho de que las mentiras sirven para que la mayoría, que necesita ser dirigida, “siga el camino correcto”. No es casual que esas ideas hayan entusiasma­do además de latinoamer­icanos o africanos a otros populistas célebres como los “neocons” de George Bush: así como las mentiras, el patriotism­o o la moral, sólo son válidos para las masas; no para quienes saben elevarse por encima de ellas. Esos mecanismos son los que le dan lógica a la bancarrota venezolana, con la ineficacia operando como una ideología. Un costo de vida en estampida, y un PBI en desplome vertical se tornan parte de la razón que hace posible al régimen. Es una constataci­ón extraordin­aria. En muchos sentidos Mugabe fue un

pionero. En 2001 hizo aprobar leyes para restringir los movimiento­s de la oposición, amordazar a la prensa y anular a la justicia. El líder llegó a convertir en delito penal cualquier crítica a su gobierno mientras el país se hacia pedazos. Esa

Razón Ineficient­e es la que explica que Zimbabwe haya emitido hace tan poco como en 2008 billetes de 10 millones de dólares locales que equivalían a cuatro dólares norteameri­canos. El desmadre inflaciona­rio producto de la emisión incesante, había alcanzado niveles de

disparate poco antes cuando el Banco Central declaró sencillame­nte ilegal a la inflación. En default y con los mercados financiero­s cerrados, el país siguió emitiendo billetes de 50 mil millones de dólares locales y hasta de 100 billones mientras los precios se duplicaban cada 24 horas en un absoluto desmadre.

Con ese trasfondo Mugabe es tanto un monstruo como una caricatura dramática en el extremo de cualquier pesadilla. El dictador aún gobierna su país, después de haber cruzado líneas como en 2008 cuando perdió las elecciones y llamó a nuevos comicios la semana siguiente que naturalmen­te fueron repudiados por la oposición. El se presentó, las ganó, y ahí sigue desgastado, balbuceant­e, casi ciego y con su pueblo esperando que muera ya que no se irá del sillón en vida. Un ejemplo de hasta dónde puede llegarse cuando la República es convertida en apenas una simulación.

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Vitalicio. R. Mugabe, líder de Zimbabwe

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