Las aventuras de cubrir el paso del Gilbert
Huracán para mí siempre significó una sola cosa, el club de mis amores. Hasta septiembre de 1988 en que la agencia AFP me envió a cubrir el paso del Huracán Gilbert, sobre Cancún. Es inevitable para quien estuvo presente antes, durante y después de una depresión de este tipo, sentir cierto escozor en la piel. La fuerza destructiva y la belleza catastrófica de estas tormentas es indescriptible y su comportamiento impredecible. El viento golpea con la intermitencia que su movimiento centrífugo le imprime y ese golpeteo causa miedo, realmente, mucho miedo. Nunca se sabe cuál vidrio va a ceder, qué techo volará y hacia dónde, qué columna caerá, hasta donde llegara el nivel del agua. Los corresponsales que compartíamos esas coberturas no dejábamos nunca de estar asombrados, por lo menos aquellos que veníamos de zonas donde esos fenómenos no se daban, y cada vez era una aventura que cuando dejaba una decena o menos de muer- tos resultaba un episodio benigno. El paso del famoso ojo de la tormenta es una experiencia extraña, sentir una paz, un sosiego que antecede la arremetida que volverá a castigar de forma inclemente, con las ráfagas atacando desde otro flanco, con fuerza descomunal e indomable.
“Guarecerse y rezar”, me dijo el policía que me interceptó, cuando irresponsablemente manejaba por la avenida que accede al pueblo viejo de Cancún, donde viven quienes trabajan para el turismo. “Busque refugio”, me ordenó. A los cien metros encontramos una casa, con una galería frontal a medio hacer donde cabía el auto, lo estacionamos y golpeamos la puerta. Un hombre como de 40 años abrió con desconfianza y sin preguntar quiénes eramos nos gritó: “Ustedes están locos, entren y recen”. Tenía razón. El reportero colombiano que me acompañaba, a oscuras en el modesto living de la casa, temblaba, y se tomaba a sorbos largos la botella de tequila reposado que habíamos comprado en el aeropuerto. Rece, me decía a coro con nuestro anfitrión, de quien no recuerdo su nombre ni su aspecto, y él mismo se arrodilló junto al dueño de casa frente a una esfinge de la Virgen de Guadalupe rodeada de cirios encendidos.
El ruido del viento y la destrucción, allí afuera, casi me conven- cen de encomendarme al Señor, así de fuerte fue la experiencia. No pudimos dormir. Al alba salimos. Los remezones de la cola de la tormenta todavía golpeaban con fuerza, todo estaba dado vuelta, y aunque nuestro auto había sobrevivido, estaba medio inundado y costó encenderlo. Donde apuntaba mi cámara, allí había una foto dramática. A medida que entrábamos en la zona más afectada, el nivel de la inundación y los daños crecía. Las historias que escuchábamos eran aterradoras. La corresponsal de AFP en Cancún nos pidió disculpas por no poder ayudar, tenía medio metro de agua en su casa, los techos volados, sus hijos llorando. Nos aconsejó hacer nuestras notas y salir para Mérida, allí en Cancún, no se podría hacer nada durante semanas. En Mérida comenzó la segunda parte de esa experiencia que terminaría tres días después, porque el Gilbert, además de ser un súper huracán, atacó primero Cancún y luego de internarse en el Caribe, viró y volvió para caer sobre Yucatán, adonde nosotros volvíamos con la quimérica esperanza de encontrar electricidad, nafta, una línea de teléfono y algo comida. El huracán Patricia me trae los recuerdos de una experiencia difícil de compartir, solo me queda desearle a los que sufran esta tormenta que tengan suerte ... y que recen.