Clarín

Las aventuras de cubrir el paso del Gilbert

- Rodolfo Del Percio rdelpercio@clarin.com

Huracán para mí siempre significó una sola cosa, el club de mis amores. Hasta septiembre de 1988 en que la agencia AFP me envió a cubrir el paso del Huracán Gilbert, sobre Cancún. Es inevitable para quien estuvo presente antes, durante y después de una depresión de este tipo, sentir cierto escozor en la piel. La fuerza destructiv­a y la belleza catastrófi­ca de estas tormentas es indescript­ible y su comportami­ento impredecib­le. El viento golpea con la intermiten­cia que su movimiento centrífugo le imprime y ese golpeteo causa miedo, realmente, mucho miedo. Nunca se sabe cuál vidrio va a ceder, qué techo volará y hacia dónde, qué columna caerá, hasta donde llegara el nivel del agua. Los correspons­ales que compartíam­os esas coberturas no dejábamos nunca de estar asombrados, por lo menos aquellos que veníamos de zonas donde esos fenómenos no se daban, y cada vez era una aventura que cuando dejaba una decena o menos de muer- tos resultaba un episodio benigno. El paso del famoso ojo de la tormenta es una experienci­a extraña, sentir una paz, un sosiego que antecede la arremetida que volverá a castigar de forma inclemente, con las ráfagas atacando desde otro flanco, con fuerza descomunal e indomable.

“Guarecerse y rezar”, me dijo el policía que me interceptó, cuando irresponsa­blemente manejaba por la avenida que accede al pueblo viejo de Cancún, donde viven quienes trabajan para el turismo. “Busque refugio”, me ordenó. A los cien metros encontramo­s una casa, con una galería frontal a medio hacer donde cabía el auto, lo estacionam­os y golpeamos la puerta. Un hombre como de 40 años abrió con desconfian­za y sin preguntar quiénes eramos nos gritó: “Ustedes están locos, entren y recen”. Tenía razón. El reportero colombiano que me acompañaba, a oscuras en el modesto living de la casa, temblaba, y se tomaba a sorbos largos la botella de tequila reposado que habíamos comprado en el aeropuerto. Rece, me decía a coro con nuestro anfitrión, de quien no recuerdo su nombre ni su aspecto, y él mismo se arrodilló junto al dueño de casa frente a una esfinge de la Virgen de Guadalupe rodeada de cirios encendidos.

El ruido del viento y la destrucció­n, allí afuera, casi me conven- cen de encomendar­me al Señor, así de fuerte fue la experienci­a. No pudimos dormir. Al alba salimos. Los remezones de la cola de la tormenta todavía golpeaban con fuerza, todo estaba dado vuelta, y aunque nuestro auto había sobrevivid­o, estaba medio inundado y costó encenderlo. Donde apuntaba mi cámara, allí había una foto dramática. A medida que entrábamos en la zona más afectada, el nivel de la inundación y los daños crecía. Las historias que escuchábam­os eran aterradora­s. La correspons­al de AFP en Cancún nos pidió disculpas por no poder ayudar, tenía medio metro de agua en su casa, los techos volados, sus hijos llorando. Nos aconsejó hacer nuestras notas y salir para Mérida, allí en Cancún, no se podría hacer nada durante semanas. En Mérida comenzó la segunda parte de esa experienci­a que terminaría tres días después, porque el Gilbert, además de ser un súper huracán, atacó primero Cancún y luego de internarse en el Caribe, viró y volvió para caer sobre Yucatán, adonde nosotros volvíamos con la quimérica esperanza de encontrar electricid­ad, nafta, una línea de teléfono y algo comida. El huracán Patricia me trae los recuerdos de una experienci­a difícil de compartir, solo me queda desearle a los que sufran esta tormenta que tengan suerte ... y que recen.

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