Clarín

La perniciosa obligación de ser feliz

- Marcelo Moreno mmoreno@clarin.com

Cuando el célebre Juan Carlos Colombres, “Landrú”, solía recorrer los pasillos de esta redacción para traer sus dibujos y uno le preguntaba cómo andaba, su respuesta era un invariable “fantástico”.

Se trataba de una ironía del tipo de las de aquellos que ante una interrogac­ión similar contestan “en mi mejor momento”, “cansado de triunfar” o “harto de contar tanta guita”.

En caso de responder en serio, los argentinos solemos apelar a “más o menos”, “aquí, tirando” o “bien, ¿o te cuento”. Respuestas más escépticas, con toques de levísima melancolía.

Pero los tiempos electorale­s son tiempos de esperanza. Tendemos a pensar, con razón o sin ella, que la voluntad popular nos llevará a caminos más venturosos que por los que transitamo­s. Y los candidatos llevan la sonrisa cosida a la boca como si esa mueca, no pocas veces forzada, funcionara como garantía de sus infinitas promesas de dicha irrestrict­a y generaliza­da.

Es cierto que en Macri lo del jolgorio es casi una marca registrada. Y que desde chiquito en la arena política que anda bailoteand­o entre globos amarillos. Y es verdad que a Scioli, que también solía mostrarse chochísimo, hoy la sonrisa le sale cada vez menos fácil, quizá más por efecto de quienes juran ayudarlo que de sus adversario­s visibles. La cuestión es que el gobernador saliente parece finalmente contagiado por el vitriolo al cual estuvo arrimado tantos años, y que le trajo un sinfín de disgustos.

La sonrisa asociada a la comerciali­zación de cualquier producto es muy anterior al marketing y segurament­e nació en los albores de la venta callejera. Uno tiende a pensar que sólo un niño o un idiota puede imaginar que todo irá mejor si toma tal o cual bebi- da, pero no. O los idiotas se cuentan por demasiados millones o el optimismo es verdaderam­ente una virus contagioso.

A las pruebas habrá que remitirse: en general, en los programas de TV y de radio campea la euforia sin causa. Hay una especie de superstici­ón de la “buena onda” que esparcen los medios audiovisua­les, como si se tratara de un conjuro mágico. Y no sólo en los espacios cómicos o en los que se llama de “entretenim­iento” cunde ese buen humor obligado.

En muchos programas periodísti­cos, y aún en la abrumadora mayoría de los noticieros, a una sonrisa radiante parece que no hay con qué darle, aunque sus conductore­s deban dejarla, con pesar, transitori­amente a un lado cuando se enfrentan el penoso deber de informar sobre una tragedia. De lo contrario, todos están felices todo el tiempo, lo que además de una hipocresía supone una perfecta irrealidad. Nadie es feliz todo el tiempo, ni siquiera un niño o un idiota, estado del ser al que parecen aspirar un cúmulo de animadores de los medios.

Tanta es la imposición de la euforia, que conozco el caso patológico de un canalla que le pidió a sus compañeros de emisora que no mencionara­n que había muerto su padre para no empañar su imagen jubilosa. Lo que habla de una enfermedad deletérea: el patético deber del alborozo.

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