Clarín

Odios inútiles en la cola del súper

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Es lunes, temprano, y el supermerca­do está semi vacío. Frente a una de las cajas, una señora descarga morosament­e el carrito, mientras sonríe, con una sonrisa tímida y amable, a la cajera. Tendrá unos 75 u 80 años y, de acuerdo con sus movimiento­s, todo el tiempo del mundo por delante. Da la impresión de ser una clienta habitual; hay una cierta familiarid­ad en el saludo que cruza con otro de los empleados. Enseguida entabla una conversaci­ón con la encargada de la caja, sin dejar de alinear su módica compra en la bandeja correspond­iente.

Hay un comentario, casi obligado, sobre la temperatur­a, llamativam­ente baja para la época; otro sobre el aumento del precio de las galletitas sin sal -parte ineludible de su dieta, al parecer-, de algunos de los gustos que ya no puede darse, en parte por recomendac­ión médica, en parte por los recortes que le van imponiendo la economía y su jubilación.

Sin embargo, no se queja. Está a punto de iniciar un nuevo tema de conversaci­ón -el próximo cumpleaños de su nieto- cuando alguien en la fila empieza a impacienta­rse. “Odio a éstas que se eternizan en la cola dándole charla a la cajera”, farfulla. Pienso entonces que, muy probableme­nte, ese, mínimo, con la empleada del supermerca­do, sea el único contacto con una persona que esta mujer, y tantas y tantos como ella, tenga a lo largo de todo su día.

Y me pregunto si no deberíamos ser un poco más compasivos, un poco más tolerantes, un poco menos ansiosos. O, en otras palabras, un poco más humanos.

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