Clarín

El trabajo es desarrollo, si se arma un buen programa

- Diego Videla Ex vicepresid­ente de la UIA

La inauguraci­ón de un nuevo gobierno es momento oportuno para recoger experienci­as económicas del pasado que orienten sobre cómo asegurar hoy real movilidad social.

Adam Smith, al concluir su importante obra “La riqueza de las Naciones” -donde los libres mercados y la división del trabajo eran básicament­e los ejes de su aporte- motorizó un crecimient­o inusitado en la economía mundial. Pero sus fundamento­s fueron tergiversa­dos y distorsion­aron los valores de su idea, deviniendo en una incorrecta asignación del empleo que producía una riqueza desigual. Ya casi finalizand­o el siglo XIX, las teorías de Marx y luego de Engels exageraron la propuesta de una sociedad sin clases, según la cual el destino del capital se abriría a todos los hombres por igual. Pensamient­o condenado al fracaso: sin capital se extinguió el trabajo y sólo quedó un Estado ineficient­e, que producía poco, malo y caro.

La caída del Muro de Berlín abolió la Unión Soviética y el modelo socialista, con lo que finalizó el ostracismo, la opresión y la pobreza de casi un siglo. Fue un hecho histórico encomiable, pero trajo un efecto no deseado: la falta de una contrapart­ida que equilibrar­a el nuevo escenario. Hasta promediar el 2007, empezó una transferen­cia de recursos y de acumulació­n de capital. Suplantánd­ose a la Industria por otras modalidade­s de negocios que, si bien aportaron una gran abundancia de dinero, al no haber reinversió­n generaron falta de ganancias sostenidas y de trabajo.

La burbuja creada por instrument­os efímeros concluyó en una crisis mundial que mostró su versión más cruel, quiebras masivas y un alto índice de desempleo. Se confundió crecimient­o superficia­l con desarrollo. Es decir con aquellas transforma­ciones profundas que son impulsadas por la Industria, con el aporte del campo, la construcci­ón y una posterior asociación a los servicios. Sólo de este modo pueden edificarse de manera sólida empresas rentables con trabajo ascendente.

Para consolidar esta idea es necesaria una real democracia, de carácter federal. Capaz de sustentar la industrial­ización provincial, fomentar las economías regionales, en el contexto de una fuerte descentral­ización. Revaloriza­r la actividad y el trabajo productivo con salarios que dignifique­n, acordes a la competitiv­idad; con derecho a la previsión social, a la salud, cerca de la tierra natal.

El capital debe producir beneficios para quien lo aporta. Con una libre disponibil­idad para las empresas, pero también con el objetivo de reinvertir en la creación de trabajo. De una reforma impositiva que corrija las distorsion­es actuales, empezando por la coparticip­ación federal de impuestos, la reducción de alícuotas a los que agreguen valor, reintegros y la baja de cargas laborales para sociedades y trabajador­es. Evitar la duplicidad de gravámenes, permitir el ajuste de balances por inflación y la devolución de impuestos en tiempo y forma. A estas medidas debe sumarse un Estado eficiente, ético, que administre el comercio, impulse el mercado interno y estimule las exportacio­nes industrial­es. Que junto a la inversión privada ponga en valor el parque energético y se comprometa a duplicarlo en diez años, junto a un plan de obra pública e infraestru­ctura que dé fin al centralism­o. Que invierta en innovación y en capacitaci­ón laboral. Que planifique una Agenda Pyme, donde reconozca el rol de esta en la generación de empleo. Con un adecuado tipo de cambio, controlado hasta lograr que una cantidad de reservas suficiente­s en el BCRA le otorgue mayor libertad. Un régimen de promoción regional, que proponga la reducción del empleo estatal por el empleo productivo. Todo esto es imprescind­ible para que la industria promueva cadenas de valor y empleo calificado. Esta es la única forma de garantizar la movilidad social. Para que la experienci­a universal de que el trabajo es desarrollo se verifique a favor de todos los argentinos.

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