Clarín

El encanto del paisaje urbano

- Diego Geddes dgeddes@clarin.com

Me gusta bañarme en el mar, correr sobre la arena húmeda en los atardecere­s sin viento. Me gusta comer asados en la quinta de un amigo, al mediodía, y a la noche prender de nuevo el fuego para otro asado, un “asado balotaje”. Conozco Machu Picchu, hice el Camino del Inca. Dormí en carpa en Sierra de la Ventana. Fui varias veces a Tilcara y al inolvidabl­e carnaval en Volcán. Dicho esto (500 de los 1.500 caracteres de este espacio) y habiendo cumplido ya con las dosis políticame­nte correctas de amor a la naturaleza, quiero hacer una apología de las ciudades.

Tuve una epifanía (busqué en la Real Academia Española el significad­o de la palabra y sí, lo que sucedió fue una epifanía): fue al salir desde el túnel de la estación del subte, con música de Morrisey en mis auriculare­s. Salí como los jugadores de fútbol salen del vestuario a la cancha (o los gladiadore­s romanos al Coliseo). Había un colectivo cruzado en la bocacalle, gente que protestaba por la invasión a la línea blanca de peatones, autos que no podían pasar a pesar del semáforo verde. Y yo salí del subte y en lugar de querer rajar de ahí para ponerme un bar en la playa, pensé (o sentí) que había también algo de belleza en esa postal. No sé si estaba relacionad­o con el impulso indetenibl­e de cientos de ciudadanos que salen a vivir cada día, vestidos de rojo o de verde, rapados al costado, tatuados, trajeados, hablando por teléfono, yendo a buscar a sus hijos al jardín, enamorados, apurados, desconecta­dos. Algo de todo eso, en esa esquina, una mañana cualquiera en Santa Fe y Scalabrini Ortiz.

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